El perdón de los pecados está en el corazón de la misión de Jesucristo. El Evangelio es la buena Noticia del amor del Padre que abraza al hijo pecador. El tiempo litúrgico de Cuaresma nos invita particularmente a reconocer nuestros pecados y a reconciliarnos con Dios, con los hermanos, con la Iglesia y también con nosotros mismos.
Releamos algunos textos del Nuevo Testamento, tan bellos como elocuentes, sobre el perdón de los pecados; la maldad del pecado se descubre hondamente en la experiencia del perdón. “Es palabra digna de crédito y merecedora de total aceptación que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero” (1 Tim. 1, 15). Parece que estas palabras de Pablo a su discípulo Timoteo evocan su conversión de perseguidor en apóstol. Jesús enseñó en su predicación el amor a los enemigos, pidió al Padre desde la cruz el perdón para los que lo habían crucificado e insultaban y con su palabra y su vida nos dejó a sus discípulos un ejemplo que debemos imitar. “A vosotros los que me escucháis os digo: Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian” (Lc. 6, 27-28). Jesús desde la cruz decía: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lc. 23, 34. Cf. Act. 7, 60). San Pedro nos transmite esta bella exhortación que quizá fuera un himno de la Iglesia primitiva: “Para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas. El no cometió pecado ni encontraron engaño en su boca. El no devolvía el insulto cuando lo insultaban; sufriendo no profería amenazas; sino que se entregaba al que juzga rectamente. El llevó nuestros pecados en su cuerpo hasta el leño, para que muertos a los pecados, vivamos para la justicia, con sus heridas fuisteis curados” (1 Ped. 2, 21-24, cf. 2 Cor. 5, 20-21).” Somos discípulos del que murió perdonando; aquí hallamos un aspecto central de nuestra condición como cristianos; es un rasgo original de la moral evangélica (R. Bultmann).
El Nuevo Testamento en diversos lugares sintetiza la obra salvífica de Jesús con el perdón de los pecados: “En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados” (Ef. 1, 7; cf. Col. 1, 14; Lc. 1, 77). El perdón de Dios Padre nos hace capaces y exige que nosotros perdonemos también y creemos ambiente de concordia. “Como elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando alguno tenga queja contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros los mismo” (Col. 3, 12-13; Ef. 4, 31-32: Cf. Mt. 18, 21 ss.). Hay una corriente vivificadora que nace en el corazón del Padre Dios, que pasa por Jesús y llega hasta nosotros a través del perdón de los pecados y de la reconciliación.
En nuestra predicación y catequesis se ha amortiguado probablemente el discurso sobre el perdón de los pecados. Quizá esta sobriedad refleja también la secularización y el oscurecimiento de Dios en nuestra cultura, ya que el concepto de pecado dice también una relación con Dios, aunque se negativa. Con el “eclipse” de Dios entran en zonas de sombra otras realidades que están también en el corazón del Evangelio y de la fe cristiana. Con palabras del Credo de la Iglesia: Creemos en el Espíritu Santo que en la Iglesia nos otorga “el perdón de los pecados”.
El pecado es un acto religioso-moral, que tiene como correlato a Dios y su voluntad expresada en los mandamientos. El pecado no es sin más una imperfección y limitación del hombre, ni solo una deficiencia y un fallo en la vida, ni se reduce a una transgresión legal. El pecado del hombre halla su paradigma en el pecado de Adán y Eva. Tentados por el Maligno los primeros padres sospecharon de la bondad de Dios, quisieron decidir por su cuenta al margen de Dios y comiendo de la “manzana” sellaron su “no” a Dios y a su voluntad (cf. Gén. 3, 1-7). Pero el pecado paga con muerte (cf. Rom. 6, 23); al separarse de Dios, se encontraron “desnudos” y se ocultaron. De esta forma nos dice este texto bíblico, que está en el fondo de numerosos pasajes de la Sagrada Escritura, y también de la experiencia humana, que el pecador se daña a sí mismo al pecar; el distanciamiento de Dios, que es la fuente de la vida, repercute en la existencia del hombre en forma de culpa, de remordimiento, de desazón, de extravío, de desorientación. Si olvidamos a Dios, perdemos el norte. Porque Dios es amor, sin su amor quedamos desvalidos interiormente (cf. 1 Jn. 4, 8). La ruptura con Dios induce la ruptura con las otras personas, y también la ruptura consigo mismo y con el mundo. Así se expresó el Concilio Vaticano II: “En realidad los desequilibrios que sufre el mundo moderno están relacionados con aquel otro desequilibrio más fundamental que tiene sus raíces en el corazón del hombre” (Gaudium et spes, 10). Si el hombre se separa del amor de Dios todo lo ve oscuro y amenazador; en nada descansa y de todo protesta. Su alma mira todo con malos ojos.
La Cuaresma nos invita a recapacitar como el hijo pródigo en su soledad y miseria (cf. Lc. 15, 11-32); nos llama a todos a la conversión cristiana, es decir, a girar nuestra vida desde la idolatría de las cosas al retorno a la casa del Padre Dios. Este cambio propicia nuestra inserción serena en el mundo y en la relación fraterna con los demás. El perdón de Dios renueva el corazón, devuelve la alegría de la salvación, nos sitúa en la verdad de nuestra condición de criaturas e hijos de Dios (cf. Salmo 50, que es el salmo penitencial por excelencia).
Perdón de los pecados no significa olvido de las ofensas recibidas, ya que el recuerdo psicológico es de otro orden. Pero el perdón purifica las heridas de la infección, las sana y cicatriza. La persona que perdona no paga al ofensor con la misma moneda; no se deja guiar por la venganza. La penitencia y el arrepentimiento de los pecadores es interior y exterior, personal y social, eclesial y sacramental; abarca a la persona en todas sus dimensiones. El perdón de los pecados se recibe sacramentalmente en la celebración de la penitencia y de la reconciliación. “Quienes se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de la ofensa hecha a El y al mismo tiempo se reconcilian con la Iglesia a la que hirieron pecando, y que colabora a su conversión con la caridad, el ejemplo y las oraciones” (Lumen gentium 11).
El reconocimiento de los pecados y el perdón de Dios son una realidad íntima de la Cuaresma como camino que es un camino de purificación y renovación de todo cristiano y de la Iglesia.
+ Cardenal Ricardo Blázquez
Arzobispo de Valladolid