Por tu gran amor me ayudaste, te pusiste a mi lado contra mis enemigos, contra los que querían quitarme la vida. Me salvaste de grandes aflicciones, Entonces me acordé de la misericordia del Señor y de su amor, que es eterno. El Señor salva a quienes a él se acogen, y los libra de todo mal” (Sir 51,3-9).
Este texto del Antiguo Testamento es un fragmento de la primera lectura de la celebración de la misa de San Narciso, y remarca nuestra convicción de que Dios nos libera.
¿Hay alguien que no desee ser libre? Queremos ser libres, pero nos damos cuenta de que nuestra libertad está muy condicionada. Constatamos que estamos sometidos a diversos males, a limitaciones personales, a nuestra historia, a la convivencia en sociedad. Pero –especialmente nosotros los cristianos– llamamos “pecado” al mal que rompe la relación con Dios, con los demás, con nosotros y con el entorno, y por eso nos esclaviza. Es posible que no seamos muy conscientes de esa esclavitud, y esto es lo peor. El cristiano, precisamente consciente del amor de Dios, puede sentirse liberado con la condición de pedir y recibir el perdón. Liberado en su ser más profundo, es capaz de vivir y afrontar con libertad y responsabilidad las situaciones difíciles que se le puedan presentar.
La experiencia de ser liberado tiene que ser vivida por el cristiano, por el discípulo de Jesús.
San Narciso, en el pensamiento popular, está unido a la liberación, mediante el hecho –legendario o no– de las moscas liberadoras. El cartel de Ferias del año pasado lo mostraba gráficamente con un San Narciso actual, dirigiendo la mosca liberadora.
Por eso la pregunta es: “¿De qué males necesitamos hoy ser liberados?”.
De todo aquello que nos deshumaniza, nos esclaviza y pone en peligro nuestra dignidad y la de toda persona.
Liberados de las incoherencias que podamos experimentar como cristianos.
Liberados de pensar solamente en los bienes materiales como única finalidad de la vida, olvidando los bienes del espíritu.
Liberados de no respetar los derechos humanos, y de buscar la solución a los problemas por medio de la violencia.
Liberados de ser ciudadanos sin ser responsables de nuestros deberes, o de gobernar la ciudad sin responder a las verdaderas necesidades de sus habitantes.
Liberados de ningunear a los demás y, especialmente, a quienes piensan de manera diferente.
De la tentación del individualismo, que siempre magnifica nuestro ego y no tiene en cuenta ni al tú ni a los demás.
De nuestros prejuicios contra los que son diferentes, los inmigrantes, los forasteros, y quienes tienen ideas distintas a las nuestras.
Y de las situaciones que nos impiden llegar a ser libres de toda esclavitud.
Además, el que se siente liberado tiene que convertirse en liberador de las personas y de sus males. Por eso primero hay que estar muy atentos a todo lo que hace daño y hiere a los demás, especialmente a los que tenemos a nuestro lado. A menudo debo preguntarme: ¿Qué es lo que hace sufrir y qué necesitan quienes formamos la familia? ¿Qué hace sufrir a los vecinos y amigos? ¿Qué hace sufrir y qué necesitan los ciudadanos? ¿Qué hace sufrir y padecer a los más vulnerables, que no pueden participar del bienestar en que vivimos? Y luego debemos actuar en la medida de nuestras posibilidades.
La finalidad es vivir en libertad respetando y buscando también la libertad de nuestro prójimo. Y para que esto sea posible hay que respetar la dignidad de cada persona, procurar por su desarrollo, velar por la buena convivencia, interesarse por los asuntos públicos, por la necesidad de diálogo y la participación en las decisiones que afectan a la comunidad.
El cristiano es liberado, y libera.
+ Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona