Estamos viviendo en la sociedad y, por consiguiente, en la Iglesia, una situación insólita. Nuestro estilo de vida estaba afectado hasta ahora por un creciente y alarmante individualismo, así como por un aplastante consumismo y por la fuerza de la inmediatez. Con dolor hemos experimentado cómo la muerte se ha acercado a nuestra vida, creciendo el miedo y la inseguridad y, lo que ha sido peor, llegando en ocasiones a perder la esperanza. Nuestra sociedad, que había alcanzado un progreso indescriptible y en la que el bienestar social se convirtió en una motivación última, se vio resquebrajada al ver amenazadas la salud propia y ajena.
Parece que hasta el momento estábamos actuando de forma arrogante, creíamos haber dominado la naturaleza y que ninguna amenaza podría vencer las competencias de la medicina actual, casi divinizada. En este contexto, nos hemos encontrado con un virus global, una pandemia generalizada que resulta persistente y está generando un cambio en nuestras formas de actuar.
A pesar de todo, no podemos perder la esperanza y sabemos que como creyentes el camino sigue, es más, no sólo continúa nuestra peregrinación de fe sino que nuestros conciudadanos necesitan una apremiante respuesta de esperanza y un testimonio vivo.
Todos los años estamos viviendo una experiencia eclesial muy singular: durante dos días se venía reuniendo el Consejo de Pastoral de la Diócesis en el santuario de Los Milagros; en ese entorno lleno de paz y de quietud, apartados de todo aquello que pueda perturbar los momentos de oración y de trabajo, se encontraban todos los componentes de este Consejo con el obispo y sus colaboradores más inmediatos.
Este año, al no poder encontrarnos como viene siendo habitual, el Consejo de Pastoral tomó la determinación de que se reuniese un pequeño grupo y los acuerdos allí realizados se asumirían por todos. Este encuentro de la comisión permanente del mencionado Consejo ha sido muy clarificador y se ha visto como una realidad de total empatía entre los convocados que, sin habernos puesto de acuerdo, previamente, se subrayase la idea fuerza de que en el lema de este curso debería entrar el tema de la esperanza. Y se escogió la frase de Pablo: Hemos puesto nuestra esperanza en Cristo (1 Cor 15, 19). El objetivo general, además de la esperanza, refleja el camino sinodal que, interrumpido en sus últimas sesiones por el COVID-19, ocupa un puesto referencial en este curso 2020-2021.
Las XXIV Jornadas de Programación Pastoral de este año 2020, en el horizonte de la pandemia que estamos viviendo, nos sitúan ante un reto y una aventura. Sabemos que la Iglesia nos invita a esta tarea y que no es como la de otros años. Encierra en sí una novedad que implica, por un lado, acoger las experiencias que todos hemos vivido por primera vez, como han sido los meses de confinamiento, los sacramentos pospuestos, la ausencia total de culto público; una praxis a la hora de dar sepultura a nuestros muertos de forma casi inhumana, que ha dejado tocado el corazón de familiares y de sacerdotes.
En estos meses hemos comprobado cómo se ha potenciado la solidaridad, la preocupación por las personas más vulnerables, de manera especial los ancianos y aquellos que viven solos. Los sacerdotes estuvieron atentos a todas aquellas necesidades de los fieles y, a pesar de las prohibiciones, se hicieron presentes sabiendo que sus servicios religiosos también eran de primera necesidad.
A partir de ahora, ¿qué pasará?
Hemos planteado esta interrogante en nuestras reflexiones; sabemos que los rebrotes pueden marcar un nuevo retroceso en la forma de vivir nuestra existencia ordinaria. De ahí que esta programación necesite una fuerte dosis de aventura y esperanza, puesto que nuestra fe nos invita a salir, a ser más lanzados y más creativos. Las circunstancias, aunque sean adversas, han de llevarnos a descubrir cómo podemos hacer llegar el mensaje, cómo ser más propositivos y arriesgados.
Hemos de tener presente la revitalización del domingo: muchas personas aún tienen miedo y la incorporación a la celebración del domingo se está ralentizando. Es verdad que tenemos un aforo limitado en nuestros templos, pero todavía quedan libres muchas plazas en nuestras parroquias, sobre todo del ámbito urbano.
A nadie se le oculta que se están abriendo delante de nosotros unos tiempos nuevos, llenos de incertidumbre y también de desafíos. Todo esto puede generar, si es que no lo está causando ya, mucha angustia y desesperanza entre nuestros fieles, quizás, también entre nosotros mismos. Necesitamos seguir apostando por Jesucristo. Él nos envía para que nos convirtamos en sembradores de paz, alegría y esperanza, algo que conseguiremos, sin duda, con la ayuda de la Santísima Virgen a la que honramos en este mes de septiembre en nuestros santuarios y parroquias. Este año son celebraciones con una dinámica muy diferente a la de ocasiones anteriores, pero con la mirada puesta en María con más fe y devoción que nunca. Ella nos dará la esperanza que buscamos y necesitamos.
J. Leonardo Lemos Montanet,
Obispo de Ourense