Cada día tenemos infinidad de ocasiones para hacer del trato humano una relación de amor en que reconozcamos que Dios está entre nosotros. Trato humano que se realiza mediante unos momentos de conversación, una acción de ayuda, un gesto de reconocimiento, una muestra de afecto, una palabra de agradecimiento. Así tejemos nuestra vida haciendo que nuestras relaciones humanas expresen con sinceridad el auténtico valor que damos a cada persona.
También es trato humano y digno de toda persona que ama la corrección fraterna. Sin embargo, no siempre sabemos hacerlo bien. Somos demasiado dados al juicio rápido, superficial e, incluso, malintencionado; entonces nos convertimos en jueces de los demás, y provocamos un deterioro imparable en personas a las que hemos dejado heridas para siempre en su más sagrada intimidad. Por eso, Jesús dejó dicho con tanta contundencia y claridad: «No juzguéis a los demás para que Dios no os tenga que juzgar» (Mt 7,1). Esto equivale a decir: no condenéis, y no se os condenará. Cuando ponemos al descubierto la astilla en el ojo ajeno y no nos damos cuenta de la viga que hay en el nuestro, pasamos el tiempo hablando mal de los demás, inventando historias, incurriendo en calumnias, prejuzgando de forma implacable su conducta, dejando por tierra su dignidad humana.
De toda esta cuestión, Jesús nos habla. Aunque se piense lo peor del comportamiento humano, nos muestra una forma de proceder netamente cristiana: «Si tu hermano peca, ve a encontrarlo y hablad de ello vosotros dos solos…». Esta es la pedagogía de Jesús y esta es la forma de actuar que nos pide a cada uno de sus seguidores. No empecemos al revés, proclamando a los cuatro vientos los defectos reales o inventados de los demás, y utilizando todos los medios a nuestro alcance para darles la mayor difusión. ¿Qué ganamos? El camino que propone Jesús es el de la corrección fraterna, realizada, en primer lugar, mediante un diálogo íntimo, discreto, guiado por el amor. Y, a continuación, hacerlo siempre a través de la comunidad cristiana, que es la que tiene la última palabra. Se trata, pues, de ganarse al hermano, no se trata nunca de dejarlo en peores condiciones y con su dignidad atropellada de forma injusta.
Como cristianos, debemos entender que toda corrección debe ser fraterna, porque es hecha entre hijos de un mismo Padre, que es Amor, como dice san Juan. Solo el amor crece a través del amor y nos une a Dios, y, por este proceso unificador, nos transforma en un «nosotros» que supera toda división y hace que el amor se haga presente.
+ Sebastià Taltavull
Obispo de Mallorca