Este jueves y viernes recordaremos a Santa Mónica y a San Agustín, madre e hijo. Reflexionando sobre sus vidas pensé en vosotras, madres, y en tantas lágrimas visibles o invisibles para vuestros hijos.
Mónica nació en Tagaste (Argelia) en el año 332 y murió en Ostia (Italia) en el 387. Fue la madre de San Agustín, primeramente ateo, y después cristiano, obispo, padre de la Iglesia y referente de la cultura occidental.
Mónica conoce el cristianismo gracias a una criada, puesto que sus padres eran paganos. Se casó con un hombre mayor, de temperamento enérgico y violento, al cual llegó a convertir con su actitud.
Fue madre de tres hijos, uno de los cuales fue San Agustín, que le dio muchas alegrías por el éxito en sus estudios, pero a la vez un gran sufrimiento a causa de su vida disoluta. Lloró mucho por su hijo Agustín y pidió su conversión al cristianismo. Ambrosio, obispo de Milán, le aconsejó que rogara mucho por él: “No se perderá el hijo de tantas lágrimas”.
Agustín, primero en Roma y después en Milán, contacta con el obispo Ambrosio, profesor de retórica como él. A la edad de 28 años, Agustín, ayudado por Ambrosio –que fue declarado santo al morir–, se convirtió, aceptó el cristianismo y recibió el bautismo en Milán junto con un hijo suyo, Adeodato.
Agustí explica su vida y conversión en su libro Confesiones, que se ha convertido en un clásico de la teología y de la literatura universal.
Recordando a Santa Mónica pienso en vosotras, madres, y pienso en vuestras lágrimas por vuestros hijos e hijas.
– Lágrimas de las madres que habéis perdido un hijo o hija por enfermedad o accidente. He sido testigo de muchas lágrimas: de mi madre, de madres de bebés… Estas lágrimas expresan un gran dolor, porque solo una madre (o un padre) experimenta tan profundamente la herida por la pérdida del hijo. Pero son también signo de amor, de plegaria, de necesidad de consuelo.
– Lágrimas de las madres que contemplan impotentes como sus hijos e hijas quedan enganchados a la droga buscando nuevas sensaciones, o que, con el deseo de lograr la belleza física, caen en la anorexia, o que encuentran en el alcohol el olvido de su situación y de su malestar. Es importante que puedan compartir con alguien estas lágrimas y que en la oración se sientan muy acompañadas por aquel que enjugó tantas: Jesucristo.
– Lágrimas visibles e invisibles porque el proyecto de vida que han procurado para sus hijos con la educación y el ejemplo de su vida parece no ser el que estos siguen. Quizás han dejado a un lado la fe cristiana. Quizás han abandonado unos valores importantes o un estilo de vida. No se han planteado el compromiso del matrimonio en la relación afectiva. No hablan de bautizar los hijos. Son buenas personas, pero…
Dos convicciones. Dios nunca se olvida de ellos, y la educación recibida es el “material” con el que construirán su vida, por más que cambien las formas o costumbres. La situación actual no es la última palabra sobre su vida.
– Lágrimas, porque se han visto en la necesidad de buscar medios de vida y ejercer la profesión lejos, muy lejos de casa. Aun así, la distancia no debilita el afecto, e incluso puede fortalecerlo.
– Lágrimas, porque parece como si los hijos, a quienes se ha dado todo, hayan olvidado, cuando las madres sienten el peso de la vejez, todo el esfuerzo que les dedicaron. No reciben sus visitas, ni hay llamadas, ni delicadezas… Pero no se puede perder la esperanza de que se den cuenta de lo que han recibido y que lo agradezcan.
Que todos sepamos descubrir estas lágrimas, secarlas y convertirlas en oración, como Santa Mónica.
Las lágrimas por los hijos nunca son lágrimas perdidas.
+ Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona