Durante las semanas de confinamiento en casa por la epidemia del coronavirus leí un libro de cuentos delicioso, escrito por el arzobispo de Milán, Mario Delpini. Casualmente había uno con este título: “Una enfermedad fea”. Lo he versionado a mi manera porque precisamente nos puede ayudar, en estos días de verano, a vivir la realidad y a estar alerta, porque hay muchos tipos de “enfermedades”.
Al principio nadie se dio cuenta: ni los políticos, ni los técnicos, ni los tertulianos, ni los sabios oficiales… Solo algunos –llamémosles profetas– entendieron que la enfermedad se estaba extendiendo, que era fea, misteriosa, difícil de describir y parecía incurable.
A algunos les afectaba la boca: como por arte de magia se acababa el canto, la sonrisa, y la palabra amiga no acababa de salir. Cuando marido y mujer se encontraban no sabían qué decirse. El amigo encontraba al amigo, y únicamente le contaba cotilleos absurdos y aburridos. En las familias reinaba el silencio, porque todo el mundo se entretenía con un aparato en las manos.
A otros les afectaba los ojos, y tenían como una niebla que oscurecía su mirada.
La gente veía los rostros de los demás como si estuvieran desfigurados: eran extraños, no eran los rostros de hermanos. Pocos eran capaces de contemplar el nacimiento del día, el anochecer, la hermosura de la naturaleza… Los ojos de la mayoría habían tomado la forma de la tele, del móvil, de la tablet…
La enfermedad era todavía más grave si afectaba el cerebro: en lugar de ideas se llenaba de ruidos; en lugar de entender, la persona repetía lo que había oído decir. En vez de reflexionar y de razonar sobre los hechos y las cosas, daba la razón a los demás, sobre todo a aquellos considerados primeras figuras mediáticas. Hasta el punto que personas con ideas originales, inteligentes y creativas se convertían en una manada resignada, sin criterio, pasiva y repetitiva.
Pero la afectación más terrible se producía cuando “los virus contaminantes” llegaban al corazón. Ciertamente, éste seguía latiendo, pero como por inercia. Las personas más gravemente afectadas andaban por las calles muy serias, sin mostrar epidemia del coronavirus incapaces de llorar, de luchar, de maravillarse, de escoger, de reconocer… En definitiva, incapaces de amar.
Aparentemente todo seguía como siempre, y muchos no se daban cuenta de nada. La situación se había convertido en normal. No existía conciencia de ninguna enfermedad, más bien al contrario: todo el mundo estaba encantado y contento con tantos objetos que tenían y que les proporcionaban distracción.
La familia de Pepe, un niño avispado, había sido infectada por los virus, como otras muchas, pero no eran conscientes de ello.
Un día, después de cenar, estaban todos en la familia callados ante la televisión o con la atención puesta en los móviles, y no para pasarlo bien y distraerse, sino por inercia, por costumbre.
Eran cuatro, pero tristes y mudos como si estuvieran solos, esperando que les diera sueño y echarse a dormir.
Pero, de pronto, un joven que no se sabe muy bien por dónde había entrado se presenta ante ellos y escruta sus rostros con mirada penetrante y afectuosa, y se llena de tristeza.
No pierde el tiempo. Apaga el televisor y les quita los móviles. Después se acerca a cada uno de ellos. Hace una caricia al abuelo, y al anciano se le dibuja una sonrisa y le dan ganas de explicar historias al nieto. Al padre y a la madre les recuerda su noviazgo, y notan un deseo creciente de hablarse y de mirarse.
A Pepe, le invita a jugar un buen rato, cosa que provoca su entusiasmo.
Nadie le preguntó quién era, pero cuando el joven se dio la vuelta para despedirse, Pepe, con una voz llena de alegría, le dijo: “¡Gracias, Jesús!”.
+ Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona