Entre las muchas preguntas que nos hacemos, una de las más frecuentes es la que se refiere al porqué de la existencia del mal. Lo constata el Concilio Vaticano II cuando se pregunta: «¿Por qué existen el dolor, el mal, la muerte, a pesar de todos los progresos? ¿De qué sirven tantas conquistas si son a un precio a menudo insoportable?» (GS 10). El mismo texto nos da la respuesta cuando afirma que la Iglesia cree que Cristo, muerto y resucitado por todos, da al ser humano su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, para que pueda responder a su máxima vocación.
Con esta confianza contemplamos nuestra realidad. Observarla desde Dios da un matiz diferente a la visión de la mezcla de trigo y cizaña, aunque la perplejidad de esta amalgama nos desconcierte la mayoría de veces. La impresión suele ser que el mal es lo más abundante. Más aún, la perplejidad es aún mayor porque nos vemos impotentes para solucionar las manifestaciones del mal que a menudo aparecen en forma de injusticia y de violencia, así como de enfermedad y debilidad. Lo estamos experimentando en este tiempo en el que la pandemia del COVID-19 está poniendo a toda la humanidad en alerta, viendo cómo el mal sigue extendiéndose y nos pide cada vez más atención, responsabilidad y prudencia, sin perder la esperanza.
Nos tiene perplejos ver que la cizaña, como expresión del mal, coexista con tanto bien y bondad como hay en nuestro mundo. Esta tan diversificada «mala hierba», a pesar de existir, no es la palabra definitiva sobre nuestra vida y la de la humanidad. Es verdad que el problema del mal es un misterio y preocupa mucho, pero si centramos solo en él toda nuestra atención corremos el riesgo de olvidar que el bien es infinitamente más importante y que existe en abundancia y está en nuestra mano trabajarlo y contagiarlo. Jesús nos quiere hacer ver que la palabra definitiva la tendrá el bien muy por encima del mal, y que este será vencido, como ya lo ha vencido resucitando de entre los muertos.
Mientras tanto, vivimos en la certeza de que la buena semilla ya está sembrada en el huerto de la comunidad de fe presente en medio del mundo, también como levadura. Y, aunque sea imperceptible su presencia y silenciosa su acción, es totalmente eficaz. Trabaja nuestro interior en el silencio de nuestros corazones, prefiriendo el amor al temor y la exhortación a la imposición, como un buen pedagogo que es paciente y respeta el normal proceso de crecimiento de sus alumnos. Cuando escuchamos la aspiración profunda de nuestro corazón, no podemos sino hacernos propias estas palabras de San Agustín en el Libro de las Confesiones: «Nos has hecho para ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti».
+ Sebastià Taltavull
Obispo de Mallorca