Desde la eclosión de la pandemia a principios del mes de marzo hasta que hace pocos días fue levantado el Estado de Alarma hemos vivido confinados, es decir, recluidos en nuestras casas con la comunicación habitual limitada y la libertad de movimientos también recortada. Quienes tenían a disposición la información requerida, el asesoramiento técnico y la autoridad para determinar el comportamiento de la sociedad fueron marcando las fases del itinerario del “desconfinamiento” o “desescalada” y de la entrada en la nueva situación. La autoridad ejerció su responsabilidad y nosotros como ciudadanos disciplinados hemos cumplido la nuestra. Nadie deseaba exponerse al contagio ni contagiar a otros. Estaba en juego la salud y hasta la misma vida como para saltarnos irresponsablemente las normas. Habrá habido seguramente fallos y equivocaciones; pero teniendo presente la irrupción invasiva de la pandemia, sus dimensiones mundiales, su gravedad y el desconocimiento de su naturaleza y transmisión, los hacen comprensibles, cuando se reconocen sencilla y abiertamente.
Es tiempo de repasar el pasado y de otear el futuro. Existen ya reflexiones sobre el alcance de lo acontecido que pueden ayudarnos a la que cada uno de nosotros estamos llamados a realizar. El profesor J. Román Flecha, por ejemplo, con el título “Pentecostés: el soplo de la libertad” ha escrito un pliego con muchas sugerencias. Recuerdo ahora una. La pandemia nos ha enseñado lecciones que tienen mucho que ver con “lo otro”, “los otros” y “el absolutamente Otro”. “Lo otro” es la naturaleza que los creyentes reconocemos como creación de Dios. Del mundo que es nuestro hábitat hemos abusado a veces explotándolo, como denuncia la encíclica del Papa “Laudato sí”. Si no la respetamos, gritan los hombres y grita la misma tierra. La naturaleza nos precede como ámbito de vida que no debemos remodelar a nuestro antojo.
“Los otros” son la familia, los vecinos, los conciudadanos, todos los hombres y mujeres de la humanidad. El virus nos ha mostrado que nadie puede vivir solo, que todos vamos en el mismo barco, que ninguna persona ni familia deben quedar atrás ni tirados al borde del camino. Todos somos hermanos a quienes no podemos ignorar ni despreciar. Necesitamos vencer la “globalización de la indiferencia” y promover la “globalización de la solidaridad”.
Entre “los otros” debemos recordar particularmente al personal sanitario que han cumplido su profesión con dedicación excelente, a veces con escasos medios, arriesgando su salud y la de su familia. Nuestra gratitud se extiende a sacerdotes, religiosos, laicos y voluntarios. Tantos españoles han escrito un capítulo durante los meses pasados de una extraordinaria humanidad que las generaciones venideras deben conocer. ¿De dónde surgen estas manifestaciones? De la bonhomía, de la “buena masa”, de la entrega generosa y sacrificada que a veces pensamos que se ha perdido. ¿Cómo no admirar la auténtica proeza de habilitar en pocos días en IFEMA un hospital para poder acoger a los enfermos que desbordaban la disponibilidad de los hospitales? ¿Cómo no reconocer el trabajo del Ejército, de la UME particularmente? Merecen nuestro respeto y gratitud las autoridades sanitarias, los que tuvieron que tomar decisiones en la vida pública y los policías que nos han protegido. ¡Cuántos servicios anónimos a personas dependientes! Invito a que todos hagamos un recuento de las personas con las que hemos contraído una deuda de reconocimiento. El ejercicio de la memoria debe continuar para que esta historia padecida sea también maestra de nuestra vida.
Pero miremos también hacia adelante. Es obvio que los estragos dejados por la pandemia son inmensos; el que parte de la humanidad se haya parado durante tanto tiempo nos ha hecho más pobres y nos ha ayudado a palpar nuestra fragilidad. Ante “el absolutamente Otro”, es decir ante Dios, debemos repensar nuestra vida, con sabiduría y respeto, con humildad y fraternidad. Los cristianos reconocemos que Jesús en su pasión ha cargado con nuestros sufrimientos y resucitado nos ha abierto las puertas a una esperanza que no fenece. Contando con Dios, todos unidos reconstruyamos nuestra convivencia, las fuentes de producción, las relaciones sociales, la renovación interior de las personas. ¡Qué salgamos de este tiempo, en el que la primavera nos ha sido sustraída, con mayor calidad ética, más comprensión de los indigentes, más disponibilidad a estrechar las manos que en estos meses no hemos podido!
Dios mediante, celebraremos el día de Santiago, 25 de julio, en la catedral, un funeral por todos los que han muerto durante estos meses en nuestra Diócesis, sin hacer distinciones. No se comprende el desacuerdo que sobre el número de fallecidos por la pandemia haya existido desde el principio. La manera como fueron muchos enterrados o incinerados a toda prisa o demasiado tarde, sin la compañía de sus seres queridos, ha dejado heridas que ponemos ante el Señor para que las cure con el aceite del consuelo y el vino de la esperanza. Nos acompañamos en el sentimiento de la pérdida, en el duelo, en la lamentación por la situación en que murieron y por la forma en que fueron despedidos. Con el afecto de hermanos y con la esperanza depositada en Dios nuestro Padre los recordamos en la oración. ¡Que Santa María la Virgen les muestre a Jesús fruto bendito de su vientre!
En la celebración del próximo día 25, víspera de la memoria litúrgica de San Joaquín y Santa Ana, padres de la Virgen María, ocuparán en nuestro corazón un lugar destacado los ancianos tanto los que viven en su familia, como los que están solos, como los que habitan en residencias. A todos como hermanos, hijos y nietos mostramos un afecto entrañable. El amor es la moneda que debemos devolverles, la misma que nos han transmitido y continúan transmitiéndonos.
+ Cardenal Ricardo Blázquez
Arzobispo de Valladolid