Este clamor está en el corazón de la oración de la Iglesia en Pentecostés, este año en tiempos de pandemia. Si dejamos que el Espíritu actúe, hoy puede ser como el primer Pentecostés de la historia. Es la fuerza de renovación que el Espíritu de Dios infunde constantemente a la Iglesia y al mundo con su aliento. Lo repito, en la Iglesia y en el mundo, ya que la acción de Dios no conoce fronteras ni está ligada a monopolios. Después de casi dos mil años de historia, durante los cuales la acción misionera de la Iglesia ha incidido en buena parte del mundo, podríamos hacer el recuento de los pueblos más recónditos donde resuena la palabra liberadora del Evangelio. Entre ellos, también nosotros hemos recibido y agradecemos este don maravilloso, prometido por Jesús cuando dice: «Estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
Os invito a orar con toda la Iglesia con ocasión de esta fiesta del Espíritu que este año, con la crisis del coronavirus, toma una significación muy especial porque como nunca debemos pedirle «cura toda enfermedad». Así pues, compartimos esto con estas palabras de la Secuencia de la liturgia de hoy: « Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo. Padre amoroso del pobre, don, en tus dones espléndido, luz que penetra las almas, fuente del mayor consuelo. Ven, dulce huésped del alma, descanso de nuestro esfuerzo, tregua en el duro trabajo, brisa en las horas de fuego, gozo que enjuga las lágrimas y reconforta en los duelos.
En Pentecostés, todo el mundo entendía las maravillas del Señor con su propia lengua. Y hoy, ¿cómo podemos comunicarnos con un lenguaje que sea común e inteligible para todos? ¿Qué misterio de amor esconde esta fuente de la que brota unidad, entendimiento, sabiduría, ciencia, consejo, fortaleza, alegría, paz, respeto, don de sí? El Espíritu del Señor, que es Amor, se hace particularmente don y comunica sus frutos por encima de toda diferencia: es el lenguaje del amor que todo el mundo puede entender, que llega al corazón y es la manifestación del cambio interior que contiene todos los elementos de la globalización del bien, para hacer de todos una sola familia, una nueva humanidad.
La fiesta de Pentecostés nos descubre el valor de la interioridad y, con ella, el misterio escondido de Dios, que es espíritu, en cada persona humana. ¿No es quizás una revelación del Espíritu que en estos meses de pandemia muchos hayan manifestado que han descubierto este valor en su vida? ¿Se habrá hecho realidad lo que dice San Pablo que «el Espíritu personalmente une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios»? (Rm 8,16). Nos toca, por tanto, canalizar este proceso de interiorización en la vida personal y su repercusión en la vida social.
+ Sebastià Taltavull
Obispo de Mallorca