Nunca habríamos imaginado un inicio de Semana Santa sin ramos ni palmas, sin la simbólica entrada de Jesús en Jerusalén. Acostumbrados al ritmo litúrgico que cada año nos introduce en la vivencia de la semana grande para los cristianos, esta vez, cuando ya no existe el ropaje exterior de los elementos festivos, hay que plantearse cómo vivirlo sin perder el sabor de lo que es esencial, cuando en ocasiones resulta más discreto que lo accesorio. Desgraciadamente, la Semana Santa, en la jerga popular, y para ciertos ambientes un tanto descristianizados, ha quedado reducida a pura ornamentación exterior y con poca vivencia interior, lo que dificulta entender el Misterio que se celebra.
Empezamos una Semana Santa diferente, con un domingo sin procesión de ramos y palmas, solo la celebración de la Eucaristía en torno a la Cruz de Jesús; con un Miércoles Santo, en el que en la Misa Crismal no estarán físicamente presentes ni los curas, ni los diáconos, ni el conjunto del Pueblo de Dios; con un Jueves Santo sin lavatorio de pies ni procesión a la Casa santa, solo con la Eucaristía; con un Viernes Santo, donde celebraremos la Pasión del Señor en una austera acción litúrgica, sin añadidos ni escenificaciones, contemplando en la Cruz de Jesús a todos los que han muerto y orando por ellos; un Sábado Santo empapado de silencio, como el de muchos días, pero que nos conducirá a la celebración vespertina de la Vigilia Pascual donde, en medio de tanta dificultad vivida a causa del coronavirus, celebraremos el triunfo de Jesús sobre el mal, el pecado y la muerte, en la Eucaristía de la Resurrección, después de que la lectura de la Palabra de Dios nos lleve a ella. Y la mañana del Domingo de Pascua, con la celebración de la Eucaristía, que deberá seguir iluminando nuestros pasos y confortarnos como hasta ahora con la fortaleza de la fe, el consuelo de la esperanza y el ardor de la caridad.
Ciertamente una Semana Santa diferente y sin la vistosidad de las procesiones, pero donde tenemos todo lo necesario para vivirla en cristiano, iluminados por la Palabra de Dios, leída, meditada y orada, y reconfortados por los sacramentos de la Iglesia, aunque sean recibidos espiritualmente y con sincera intención. Llegará el momento de volver a la normalidad y de tomar nueva conciencia de lo que tenemos y quizás no habíamos valorado suficientemente. El ejercicio cuaresmal que estamos haciendo, y que de alguna manera continúa, tratemos de vivirlo cada día con la luz pascual y la fuerza de la resurrección del Señor, que se han hecho presentes en medio de nuestro pueblo y en nuestro corazón para darnos vida y dárnosla con abundancia, como dice Jesús.
Acostumbrados a una forma de procesionar, esta Semana Santa viviremos otro tipo de procesiones en los hospitales, las clínicas, las residencias de ancianos y en cada una de nuestras casas, donde los enfermos y toda persona son acogidos con amor, llevados con más afecto y acción caritativa que cuando peregrinamos por las calles de nuestras ciudades y pueblos. Ser cofrade, que significa hermano, lo debemos ser todos y todas, ya que es lo que los cristianos estamos llamados a ser. Por ello, y ante todo lo que estamos viviendo debido a la pandemia, pensemos sinceramente ante Jesús clavado en la Cruz y Resucitado, ¿qué cambio de rumbo interior y exterior Dios me pide para ser fiel a la vocación cristiana?
Mons. Sebastià Taltavull
Obispo de Mallorca