La situación política ha dado plena vigencia y actualidad a los pactos entre los grupos y partidos. Hemos escuchado a muchos políticos afirmar que “hacer política”, pedir soluciones políticas a los conflictos, es precisamente saber pactar. Por nuestra parte, si antes aclaráramos lo que esto quiere decir, podríamos estar de acuerdo. Como decimos, siempre un pacto justo y bueno será mejor que un conflicto permanente.
Sin embargo, no podemos sino subrayar los límites de una política (y de una convivencia en general) que funcione únicamente a base de pactos. Si se nos permite la exageración, es como querer curar un tumor cerebral con aspirinas.
Los cristianos, herederos de la tradición judía del Antiguo Testamento, estamos mucho más familiarizados con la palabra “alianza”. Una palabra, por cierto, que no es del todo extraña al mundo de la política y del comercio. Pero, a nuestros oídos suena más potente, más comprometedora, más personal, que la de “pacto”. Dios en quien creemos y a quien intentamos amar, ha obrado en la historia estableciendo alianza con su pueblo y ha usado siempre su lenguaje. Espontáneamente nos suena, nada menos, que a la Alianza que estableció Dios con su pueblo, la que llamamos “Antigua” con el pueblo de Israel y la que llamamos “Nueva”, con la Iglesia, a partir de Jesucristo. Por eso, un eco de este significado de “alianza” pasa a designar el compromiso de amor entre el hombre y la mujer que contraen matrimonio.
Este significado viene a expresar ese “plus” que anhelamos todos, más allá de los simples pactos. La alianza compromete a las personas que la establecen. La alianza conforma vínculos en las relaciones personales. La alianza incluye un acto de confianza mutua, que no se detiene en el presente, sino que determina una vida y pide fidelidad en el tiempo. Este es su lenguaje en la Sagrada Escritura: “Tú serás para mí mi pueblo, yo seré para ti tu Dios” (Ez 36,28), “serás para mí mi esposa, yo seré tu marido” (Os 2,16-22). Una alianza que vincula tanto que se dice de ella que “está sellada con sangre” (Hb 9,15ss.)
¿Podemos esperar verdaderas alianzas con esta carga de compromiso en la vida social y cotidiana, por ejemplo en el terreno de la política, de las relaciones institucionales, incluso del trato personal? Desgraciadamente estamos muy lejos de ver realizado este sueño. Nos tratarían de ilusos e ignorantes.
¿Ni siquiera podríamos verificar el espíritu de alianza en el ámbito de las relaciones más inmediatas, como al interior de grupos ideológicamente afines, o entre amigos y familiares? Lo que vemos es que el virus del propio poder, vinculado al dinero, se contagia en todos los espacios de la convivencia, incluso en los más “sagrados”. Ahí están las deslealtades, la fragilidad de las amistades, las rupturas matrimoniales, los conflictos familiares cuando se ven amenazados intereses personales…
Sabemos dónde está el problema y que ningún sistema o conjunto de leyes conseguirá suscitar y conservar verdaderas alianzas entre los humanos. Los vínculos dan miedo, exigen perder la ilusión absoluta del “yo – individuo – libre y autónomo”. Es demasiado comprometido.
Pero, quizá por haber asumido el “espíritu de alianza” en su grado más alto según nuestra fe, no dejamos de creer en las posibles (y necesarias) alianzas en nuestro mundo más cercano. Que Dios nos conserve esta esperanza.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat