Este domingo celebramos la fiesta de la Sagrada Familia. Recordamos que Jesús nació en una familia judía, una familia religiosa practicante, una familia sencilla y sometida a las decisiones políticas de los poderosos de turno, una familia de su tiempo. Pero, a la vez, recordamos la importancia de la encarnación de Jesús en la familia de María y de José, una vez ambos han respondido fielmente a la misión que les ha sido confiada por Dios.
Jesús, el hijo de Dios, el Salvador, ha asumido del todo la condición humana, y así se manifiesta en su nacimiento, en su vida y en su muerte.
También hay que darse cuenta de que Jesús no solo se manifiesta cuando habla o actúa en su vida pública adulta, sino también en el silencio de sus largos años de crecimiento y de vida en común con su familia.
Por eso esta fiesta es una buena ocasión para contemplar a nuestras familias desde una actitud agradecida –y a la vez preocupada– junto a Jesús.
La primera escuela de Jesús y, con toda seguridad, la de la mayoría de nosotros ha sido la familia, con su talante, cariño, atenciones, valores y, también, con sus posibles limitaciones a causa de la condición humana.
Desde nuestra concepción, somos hijos del amor. Ha habido alguien que nos ha engendrado, amado y esperado.
Ya desde nuestro nacimiento hemos sido acogidos, mimados, alimentados, limpiados, velados, contemplados, escuchados…
En nuestro crecimiento, en las diversas etapas de la vida, unas manos nos han enseñado a andar, unos ojos nos han contemplado, muchas indicaciones nos han educado, muchas semillas han sido sembradas, muchos hábitos han sido adquiridos mediante las palabras y los ejemplos.
Muchos de nosotros hemos recibido el bautismo siendo muy pequeños, porque nuestros padres, con acierto, escogieron que la mejor manera de vivir para nosotros era como hijos e hijas de Dios, siguiendo el camino de Jesús.
Pero también vivimos la preocupación de ver que algunos matrimonios, por varias causas, se han roto o tienen la tentación de romper su alianza de amor. A la vez, hay preocupación por todas aquellas familias que, como recuerda el papa Francisco, viven “heridas” por muchas situaciones y preocupaciones, como las tensiones de la convivencia, las fracturas afectivas, la precariedad económica, los accidentes y dolencias, la muerte…
No podemos olvidar que no todos los concebidos llegan a abrir los ojos y contemplar el rostro de sus padres, porque algunos de estos invocan un dudoso derecho como más importante que el derecho a la vida. Y también están aquellos hijos que no podrán disfrutar de un padre y de una madre. Y todavía hay el caso de los progenitores que, creyendo educarlos en la libertad, en realidad privan a sus hijos de la condición que los puede hacer más libres: la condición de hijos e hijas de Dios.
Pero, sobre todo, hay que dar las gracias a las familias que día a día dais testimonio de amor, de fidelidad, de acogida y de servicio a los demás, y también de ayuda mutua. Mostráis, como recuerda el papa Francisco en la exhortación La alegría del amor, “que el evangelio de la familia es alegría que llena el corazón y la vida entera… La presencia del Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas, alegrías e intentos cotidianos”.
Este domingo de la Sagrada Familia demos gracias a Dios y, también, aunque sea sin palabras, daos las gracias mutuamente quienes formáis cada familia.
Tenemos que deciros: ¡Muchas gracias, familias!
+ Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona