El encanto del tiempo de Adviento reside en sus invitaciones a soñar. Los mensajes proféticos y los personajes que nos presenta la liturgia tienen algo de seductores. Y la verdad es que nos animan a vivir.
El primer paso, de hecho, consiste en hacer caso al profeta Isaías, que nos invita a “subir”, como quien anima a sus amigos a alcanzar una posición mejor mediante el buen ánimo y el esfuerzo: “Venid, subamos al monte del Señor” (Is 2,3). Él “ha visto” en la cima de la montaña una ciudad, un hogar al que confluyen todos los pueblos y en el que todas las naciones encontrarán la paz.
¿Quién será insensible a este sueño, toda vez que cada día tropezamos con una sociedad en conflicto, con personas, pueblos y grupos excluidos, con familias rotas y con individuos crónicamente tristes? ¿Quién tapará sus oídos a esta llamada (aunque después, al comprobar que “la subida” requiere esfuerzo y compromiso, se retire)?
El optimismo, la seguridad en los propios recursos, que caracteriza la sociedad moderna, podría sintonizar con la llamada del profeta. Muchos, dentro de la Iglesia, entienden su fe precisamente como un progreso, fruto del esfuerzo común; una constante lucha, que libran con otros, para conseguir un mundo mejor para todos, donde todos encuentren respetados sus derechos y haya paz (aunque solemos olvidar que el monte y la ciudad son de Dios y ha sido Él quien los ha preparado).
En este sentido el Adviento es moderno, responde a nuestra sensibilidad más espontánea. En cierto modo, eso de “subir” forma parte de la tradición más clásica de la teología y la espiritualidad. También era propio de determinadas filosofías, que influyeron en el cristianismo (aunque a los teólogos que renovaron la teología en torno al concilio Vaticano II no les gustaba nada este lenguaje: pensaban que vivir la fe “subiendo” nos apartaba peligrosamente del mundo real). Hoy precisamente se nos proponen “espiritualidades” y religiones que aportan la tranquilidad frente a los sufrimientos y las agresiones del mundo.
Habiendo llegado San Agustín a su plena madurez como cristiano y como obispo, se vio forzado a escribir una gran obra, “La Ciudad de Dios”. Venía a ser la respuesta a las críticas que recibía la Iglesia de parte de algunos líderes paganos, que acusaban a la fe cristina de haber destruido la gran cultura del Imperio Romano: los sueños de los grandes filósofos y políticos que veían en Roma la ciudad perfecta. San Agustín, que había participado también de estos sueños, hace toda una interpretación de la historia, según el proyecto de Dios. Ve que la historia es el resultado del enfrentamiento entre los que aman a Dios y a los demás y los que solo se aman a sí mismos olvidando a los otros. Con Jesucristo él ve al final el triunfo de la ciudad del amor: a esa ciudad hemos de “subir” y ese es el sentido de toda nuestra existencia.
Pero un especialista en el pensamiento de San Agustín hizo notar algo de gran importancia para nosotros, especialmente en este tiempo de Adviento. El santo extrajo de su experiencia, su oración y su reflexión el siguiente principio:
“La Ciudad de Dios, rica en humildad, asciende cuando desciende”
Isaías nos llama a ascender, los modernos a luchar para alcanzar una utopía, algunos cristianos a comprometernos para construir un mundo mejor. El verdadero Adviento nos pone delante un misterio: ¿cómo entender y vivir eso de subir descendiendo? Es talmente el misterio de la Encarnación.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat