No puede haber otro tema dominante en este domingo que la realeza de Jesucristo. Desde los supuestos humanos, Cristo no podía ser aclamado como rey. Le faltaba cuna, méritos políticos, heroísmos sociales, aclamación popular. Y de Jesucristo ni siquiera se aceptaba su sabiduría y liderazgo social porque era conocido como el hijo del carpintero, el hijo de José y María, y, además, vecino de Nazaret. Por eso el Señor se apresura a clarificar que su reino no es de este mundo.
Sin embargo, Pilatos y Jesús representan dos concepciones contrapuestas del rey y de la realeza. Pilatos no puede concebir otro rey ni otro reino que un hombre con poder absoluto como el emperador Tiberio, o por lo menos con poder limitado a un territorio y a unos súbditos, como el famoso Herodes el Grande. Jesús, sin embargo, habla de un reino que no es de este mundo, es decir, no tiene en el mundo de los hombres su proveniencia, sino en Dios. Pilatos piensa en un reino que se funda sobre un poder que se impone por la fuerza del ejército, mientras que Jesús tiene en mente un reino impuesto no por la fuerza militar, sino por la fuerza de la verdad y del amor. Pilatos no puede concebir de ninguna manera un rey que es condenado a muerte por sus mismos súbditos sin que oponga resistencia, y Jesús está convencido y seguro de que sobre el madero de la cruz va a instaurar de modo definitivo y perfecto su misterioso reino. Para Pilatos decir que alguien reina después de muerto es un contrasentido y un absurdo, para Jesús, sin embargo, está perfectamente claro que es la más verdadera realidad, porque la muerte no puede destruir el reino del espíritu. Dos reinos diversos, dos concepciones diferentes.
La realeza de Cristo se engarza esencialmente con su identidad divina y, por tanto, con los valores no aparentes sino reales, originarios y permanentes, radicales y definitivos. Así lo proclama el Señor: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo; para ser testigo de la verdad”. La realeza de Cristo nace de la Verdad infinita, goza de la capitalidad universal y está en el origen y en el fin de toda realidad. Cristo es la Verdad porque es Dios. La Verdad, origen de todo y referencia para todo y para todos, es la que da consistencia a toda sabiduría y verifica el bien en todas sus dimensiones. Dios es quien existe por sí mismo y da la existencia a todo, lo sostiene todo y lo ordena todo hacia la perfección en la plenitud del equilibrio definitivo. Es Dios quien lo rige todo con el mayor de los aciertos y con la más difícil de las estrategias. Dios reina con el amor que se vuelca incondicional y universalmente y, desde el amor infinito, ejerce el máximo respeto que, en el caso del ser humano, se plasma en el don de la libertad. Este don precioso, identifica y dignifica al hombre y lo compromete en la corresponsabilidad sobre sí mismo en unión con Dios creador y salvador suyo.
Las reflexiones precedentes nos llevan a concluir que la realeza de Dios, que está en el origen de todo y de todos, no se impone irremisiblemente a nadie. Se anuncia, se manifiesta, y nos invita a aceptarlo. Cristo es la Palabra viva del Padre que nos da a conocer a Dios. Por eso dice: “Quien me ve a mí, ve al Padre”. Esta es la razón por la que el Señor, junto a la clarificación de la esencia de su realeza, clarifica también la identidad de quienes integran su pueblo: “Todo el que es de la verdad escucha mi voz”.
El texto evangélico nos enfrenta con la identidad esencial de Cristo y con la identidad vocacional nuestra. Aceptar la realeza de Jesús nos lleva al realismo más integral y fructífero. Ese es el camino. No olvidemos que Cristo dijo de sí mismo: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14, 6).
+ Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo de Mérida-Badajoz