Queridos diocesanos:
Desde las primeras páginas de los evangelios se describe la conducta de Jesús con los enfermos, a los que acoge y sana: “Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curó” (Mt 4, 23-24).
En su tiempo llamó la atención de una manera especial su conducta con los leprosos. Hay que tener en cuenta que la lepra era considerada en la antigüedad una enfermedad maldita. La facilidad de contagio hizo que en el mundo antiguo se prohibiera todo contacto de los leprosos con las personas sanas. Vivían en la miseria en las periferias de las ciudades. El antiguo testamento tiene normas contundentes: quien tiene una erupción o una mancha blanca en la piel, debe ir al sacerdote y si detecta que es lepra “lo declarará inmundo” (Lev 13, 1-8). Para evitar que los demás se contagiaran, la Ley prescribía que el leproso gritara: “¡Impuro, impuro!” (Lev 13, 45. 46). Flavio Josefo, un escritor judío del siglo I, dice que los leprosos “viven solitarios y están como muertos” y que su vida está marcada por “la injuria, el deshonor y el destierro” (Antigüedades 3, 264 y 266).
Jesús se salta todas las prescripciones legales, porque se acerca a los leprosos y los toca (Mt 8. 3). En una ocasión, cuando pasaba entre Samaria y Galilea, un grupo de diez leprosos le gritan pidiendo su compasión. Jesús escucha su clamor y les ordena que vayan al sacerdote, para que certifique su curación y puedan volver a vivir entre las personas sanas (Lc 17, 13-19). Jesús no se muestra indiferente a nadie y se muestra especialmente sensible con las personas condenadas a vivir en la marginación.
Es difícil describir esta conducta de Jesús sin pensar en tantos cristianos que, imitando al Maestro, se han acercado a los leprosos y los han acogido. Pienso, de modo particular en San Francisco de Asís y el Padre Damián de Molokai, que desarrolló su ministerio entre los leprosos hasta que él mismo fue devorado por la lepra.
Gracias a Dios, hoy existe una curación para la lepra y, al menos en los países desarrollados, no es necesario, como en otros tiempos, dedicar esfuerzos a acoger a los leprosos. Pero como Iglesia deberíamos tener la valentía de preguntarnos quiénes serían hoy los leprosos a los que Jesús se hubiera acercado, a quién tiene hoy nuestra Iglesia que tocar sin miedo a contagiarse para transmitir todo el amor y la bondad de Dios. Quizás los “apestados” de nuestro tiempo sean esos inmigrantes que llegan en patera a nuestras costas y que todos quieren tener lejos; o quizás sean tantos jóvenes que han sucumbido a la droga o las personas sin techo que andan vagando de un lado a otro… Todos ellos tienen derecho a sentir la mano cálida de la Iglesia, que se hace solidaria de su “lepra” y quiere ayudarles a sanar para que, como aquel leproso samaritano, puedan alabar a Dios por su salvación.
+ Francesc Conesa Ferrer
Bisbe de Menorca