La Eucaristía comenzó a conservarse para la comunión de los fieles que no podían asistir a la celebración, como los enfermos y los imposibilitados. Y si se podía conservar, ¿cómo no adorar?, ¿cómo no acompañar a Jesús, realmente presente?
La Eucaristía, como sacramento, es manjar, es alimento para todos los fieles. Por ello, la fe y el amor de la Iglesia han querido que venga conservada para alimento de los enfermos e impedidos, sobre todo, de los que versan en peligro de muerte. Pero, también, para la adoración de los fieles, porque cree firmemente en la presencia real de Cristo en el sacramento, aunque el tiempo del banquete eucarístico haya pasado. Y para que, en esa adoración, llena de fe y de amor, se fomente nuestra hambre de recibir la comunión sacramental, mediante la comunión espiritual.
Sí, el sentido sobrenatural del Pueblo de la Nueva y Eterna Alianza, guiado por el Espíritu Santo, descubrió muy pronto esta maravillosa posibilidad para su vida de peregrinación hacia la patria, llenando de contenido insospechado el significado de las palabras de Jesús: «Yo estoy con vosotros, todos los días, hasta el final del mundo» (Mt 26,28).
El Señor está con nosotros de muchas maneras: en nuestros hermanos, en los más pobres, en los más necesitados, en los enfermos, en los niños, en los demás sacramentos, pero también, y sobre todo, en la eucaristía. Ahí está realmente presente el Señor. Eso nos lleva a saberlo descubrir en los pobres, en nuestros hermanos y hermanas, en los que tenemos cerca o lejos, en todos.
Te adoro con devoción porque confieso que Tú eres Dios, latens Déitas. Para el fiel cristiano, confesar explícitamente la divinidad de Jesús sacramentado es fundamento de su fe y, al mismo tiempo, algo sumamente agradable.
No es una adoración servil, sino filial, llena de afecto y de amistad, de fe, de esperanza y de amor porque este Dios escondido, lleno de amor por los hombres, atrae el corazón humano irresistiblemente: fe y el amor de la Iglesia: A Ti se somete todo mi corazón.
El corazón ¡entero! como sede y punto de encuentro de todo aquello que hay de más precioso en el ser humano: su capacidad de entender (nuestros pensamientos y sentimientos más íntimos y nuestras palabras), su capacidad de amar y de donarse (nuestras acciones), su capacidad de dolerse y de arrepentirse (nuestros sufrimientos por los pecados y errores cometidos) y, también, la alegría del perdón después del retorno, su libertad responsable… Es ahí, en ese estrato más profundo de su ser, donde la persona humana intuye que ha sido creada para Dios y no reposará hasta que en Dios repose (San Agustín, Confesiones, 1, 1).
+ Celso Morga Iruzubieta
Arzobispo de Mérida-Badajoz