La imagen de la Iglesia que hemos captado en estos breves apuntes sobre la “Nueva Iglesia” o la “Iglesia resucitada”, la Ciudad Nueva que nos ha ido presentando el libro del Apocalipsis, resulta realmente encantadora. Lo que en efecto pretendía este libro profético era precisamente poner ante los ojos de los cristianos, víctimas de la persecución y el sufrimiento, la Iglesia esplendorosa, obra de las manos de Dios, nacida de Jesucristo, habitada y animada por el Espíritu. Esta Iglesia no debía sólo constituir un espectáculo para satisfacer los sentidos, a manera de compensación del sufrimiento presente, sino ante todo había de ser acogida como una promesa real. Una promesa cumplida por la gracia de Dios y alcanzada por los esforzados en la lucha diaria.
Con solo mirar esta Iglesia uno siente nuevos ánimos para seguir adelante. Pero aún hay que recordar un estímulo, un motor más potente y eficaz, para continuar caminando. Esta Iglesia, la única Iglesia del futuro resplandeciente y la del presente entre luces y sombras, merece ser amada.
Merece ser amada, ¿por qué? El amor no entiende solo de simples “razones”, sino que obedece la captación de la belleza del objeto amado. Nos referimos al amor cristiano, que no es ciego, pero que va más allá de fríos razonamientos o de conclusiones “necesarias”.
Ya hemos aludido a la belleza y la armonía de la Iglesia. Decíamos que la Iglesia ofrecía todo su atractivo cuando, atravesada por la luz del Espíritu se mostraba una en infinita pluralidad de colores, tonalidades y formas. E insistíamos en que el amor hacia ella era sincero, realista y clarividente.
San Ignacio de Loyola introdujo al final del libro de los Ejercicios Espirituales unas reglas “Para el sentido verdadero que en la Iglesia militante debemos tener”. Sus expresiones pueden dar la impresión de que San Ignacio solo quería exhortar a la obediencia fiel a la Iglesia y su magisterio (cf. Regla 1ª y 13ª). Pero una mirada atenta descubre que estas reglas se han de entender a partir de lo que significa en la espiritualidad de San Ignacio la palabra “sentido” (“sentir”). En él esta expresión equivale a aquella sintonía del amor nacida de la fe cordial, tan importante a la hora del discernimiento. Así, estas reglas más bien se han de nombrar como “Reglas para sentir con la Iglesia”.
Más aún. Estas reglas para sentir con la Iglesia se deben entender dentro del marco del ejercicio de oración que el santo propone para la Cuarta Semana de los Ejercicios, es decir, en el contexto de las vivencias de la “Contemplación para alcanzar amor”. Es sabido que esta Cuarta Semana viene a ser una especie de compendio de los Ejercicios: tras la experiencia del encuentro con el Resucitado, el Espíritu Santo es presencia del amor de Dios en todo, en la creación, en las cosas, en la vida. Entonces, el ejercitante es llamado a alcanzar el amor de Dios más cercano y visible, despertando en él una profunda vivencia de agradecimiento y alabanza por “tanto como Dios le ha amado y le ama hoy”.
Todas estas reglas comienzan con la palabra “alabar”. Alabar las realidades más visibles de la Iglesia, los sacramentos, las personas consagradas, los ministros, las sencillas devociones, la doctrina, etc. Todas son presencia del amor de Dios, de su Espíritu y como tales son recibidas con agradecimiento. Como quien aprecia y recibe un inmenso regalo. Solo por eso la iglesia merece ser sinceramente amada.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat