Mons. Agustí Cortés El lema que propone este año el Día del Seminario nos recuerda que esta institución es “misión de todos”.
Se nos habla del Seminario. Pero en realidad lo que urge recordar es que el nacimiento, crecimiento y maduración de las vocaciones al sacerdocio es responsabilidad de todos y cada uno de los que formamos la comunidad diocesana. De hecho el Seminario no es solo un lugar, una casa, una institución. Es una comunidad viva que, reflejando la vida misma del pueblo de Dios, ofrece a las vocaciones al sacerdocio el camino de crecimiento y maduración apropiado.
Desde el Concilio Vaticano II hasta el reciente documento sobre la formación de los sacerdotes, la Iglesia no ha dejado de advertir que las vocaciones al sacerdocio son fruto del Espíritu, que actúa en todas y cada una de las realidades de Iglesia: familia, parroquia, escuela, amigos, cultura, grupos o movimientos, sacerdotes, religiosos, obispos, etc. Hay sacerdotes si hay Iglesia. Hay buenos sacerdotes si hay Iglesia auténtica.
Uno se queda sorprendido al observar la cantidad de factores que han debido confluir para que un árbol finalmente nos ofrezca un fruto. Todo nos parece muy natural y sencillo. Pero el labrador, después de larga experiencia y observación, así como el técnico agrónomo, tras atenta investigación, saben bien de la maravillosa complejidad del proceso que va desde la semilla al fruto maduro.
Un día me entretuve contemplando una flor, que había nacido en una grieta de una gran roca: su color amarillo brillante y su delicadeza ofrecía un bello contraste con el gris y la dureza de la inmensa piedra. ¿Había nacido de la roca, o más bien de aquel mínimo de tierra húmeda acumulada en la delgada rendija? Un mínimo de tierra, una semilla llevada por el viento y la escasa agua de la lluvia habían hecho posible este brote de vida.
En pleno desierto no nace una flor. Es verdad que a veces uno se encuentra con un oasis, que sorprende como un milagro. Pero el secreto del oasis es que ya no es desierto: la tierra, la humedad y, sobre todo, el microclima que se crea con la interacción de las plantas… Allí las plantas, unas a otras, se protegen, se hacen sombra, se dan humedad. Una semilla perdida que aterrice en el oasis seguramente arraigará y prosperará.
La vida nace de la vida.
El sacerdote es realmente un fruto de la Iglesia concreta. Es signo de la vitalidad eclesial. Y la vida eclesial es todo lo que le ha rodeado, desde su apertura a la fe, su educación, su camino, lo que ha visto, lo que ha asimilado, lo que se le ha contagiado, lo que ha respirado… Y en ello todos estamos implicados.
Una vocación sacerdotal es una filigrana del Espíritu Santo: Él da vida y rige los acontecimientos, de forma que todo confluya en un buen fruto. Este fruto, a su vez, contiene semillas, que irá repartiendo generosamente allá donde sirva. Seguirá el ciclo. Pero, a menos que el Espíritu quiera prescindir de las mediaciones humanas, siempre será necesaria una buena tierra, unas condiciones eclesiales apropiadas, que acojan y acompañen a quien en su día servirá a la misma Iglesia.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat