Mons. Agustí Cortés La mirada realista, humilde y sincera, sobre la Vida Consagrada hoy entre nosotros puede suscitar sentimientos de pesimismo y desánimo. Nos conmueve observar el cierre continuo de comunidades de religiosos y religiosas, el traspaso a otras manos de tareas o servicios que ellos realizaban en el ámbito educativo, sanitario, cultural o asistencial… Hemos de profundizar en estos sentimientos y discernir sus causas a fin de saber vivirlos evangélicamente.
Ante la pérdida de relevancia de la Vida Consagrada se dan reacciones muy diversas. En general podemos decir que se reproduce aquella experiencia tan común en la vida cotidiana: “no te das cuenta de lo que tienes, del valor de un bien, hasta que lo pierdes”. Nos parecía que era “absolutamente normal” que hubiera cerca una comunidad de religiosos o religiosas, o de consagrados en general, que, sin notarlo nosotros mismos y, a veces, sin pretenderlo ellos, sostenían nuestra fe o realizaban enormes servicios a la sociedad. Su progresiva ausencia, aunque paulatina, nos está llenando de nostalgia y preocupación.
Este hecho, en el marco del Día de la Vida Consagrada, nos plantea la pregunta por el valor real de este carisma. Un valor que hay que buscar como quien intenta explicar que un grupo, una familia, una institución, deje de funcionar por el simple hecho de la ausencia de una persona, que actuaba ocultamente, sin ocupar puestos relevantes: desde su ocultamiento era decisiva… Nos damos cuenta entonces de que en la vida, no es tan importante la obra realizada en sí misma, cuanto la manera como se realiza y el fin que se persigue; el cómo, el por qué y para qué se realiza. La obra en sí puede ser realizada por cualquiera, el sentido profundo de la obra requiere todo un corazón convertido y entregado.
¿Qué le hemos pedido y qué esperamos ante la Vida consagrada? El “usuario anónimo” de un colegio o de una obra social, el ayuntamiento en una ciudad, una empresa de servicios, generalmente piden a la Vida Consagrada la obra en sí. Todos, más o menos, quedan tranquilos, cuando ven que marchan los religiosos, pero queda la obra en otras manos. En el fondo siempre pensaron que los consagrados y la Iglesia en general no tenían otro sentido que servir a la sociedad y al progreso y que esta sociedad puede prescindir de ellos sin problema, ya que se dispone de medios para suplir, e incluso mejorar, las tareas que realizaban. Una visión que no sería aplicable a las obras que se justifican por motivos únicamente religiosos, como los monasterios contemplativos o los que viven en pobreza radical…
Parece que a veces esta mirada tan simple y superficial también se ha dado al interior de la Iglesia. Pero lo único que se le ha de pedir a los consagrados es que “sean una presencia”. Una presencia significativa ¿de qué? No de muchas o pocas obras de servicio a la sociedad, sino simplemente vidas significativas del amor de Dios, tal como se nos ha dado en Jesús. Él dio de comer y curó a una cantidad de necesitados incomparablemente menor, que la que atienden las ONGs o los mismos consagrados. Sin embargo, la presencia y la cualidad del amor del Padre en Él, fue infinitamente mayor que en un solo acto de servicio que nosotros podamos hacer.
Es lo único que quizá añoramos: la falta de presencias concretas del amor de Cristo. Sólo Dios sabe si nos veremos privados de este don.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat