Mons. Sebastià Taltavull Esta es la convicción que va arraigando en la vida del cristiano que ha conocido a Jesús, que se ha sentido llamado y amado por él, que se ha involucrado con otros a hacer la misma experiencia y se ha animado a contagiarlo y compartirlo. El ejemplo lo tenemos en aquellos dos jóvenes que sienten curiosidad por Jesús y, cuando se encuentran con él, le preguntan: «¿Dónde vives?». Jesús atiende la pregunta y les dice: «¡Venid y lo veréis!». Así comienza la aventura, cuando uno se decide a ir y ver. Es el paso valiente e inicial de una vocación que, haciendo caso de la llamada, no tiene miedo de responder porque sabe que el camino que emprende viene guiado por la confianza.
Cualquier persona, en cualquier momento y situación, puede hacer el mismo camino, el del que se deja acompañar por Jesús, la escucha y conversación con él. El papa Francisco nos ayuda a decir: «Yo soy una misión en esta tierra, y por eso estoy en este mundo». Antes ha dicho: «La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un ornamento que me puedo quitar, no es un apéndice o un momento más de la existencia». Y añade: «Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esta misión de iluminar, bendecir, vivificar, curar, liberar» (EG 273). El campo de la misión es muy amplio, supera muros y fronteras. Por ello, el discípulo misionero —y todo cristiano por el solo hecho de serlo, lo es— es una persona libre, como Jesús, convencido de su fe y abierto a buscar el bien y la felicidad de los demás.
Siendo Papa y refiriéndose a los laicos, San Pablo VI decía que su vocación específica los coloca en el corazón del mundo y frente a las tareas temporales más variadas. Son los que hacen la aplicación de todas las posibilidades cristianas y evangélicas, escondidas pero ya presentes y activas en las cosas del mundo. Así, se refería al vasto y complicado campo de la política, la dimensión social, la economía, la cultura, las ciencias y las artes, la vida internacional, los medios de comunicación, y otras realidades como la familia, la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Necesitamos —decía— laicos «impregnados de Evangelio» (cf. EN 70).
+ Sebastià Taltavull
Obispo de Mallorca