Mons. Francisco Cerro Chaves Probablemente San Francisco de Asís y San Antonio de Padua son los santos más populares, más conocidos por el pueblo sencillo, que siempre tiene buen olfato, porque le llega la vida de los santos que se han caracterizado porque su vida de relación con Dios es muy sencilla, y tal de que se preocupan por lo más cotidiano y vital de nuestra vida, la salud, el trabajo, la familia, el noviazgo, los hijos, la fe perdida de un ser querido.
También la familia franciscana tiene actualmente un santo, que, como la pólvora, su afecto y la devoción del pueblo cristiano le ha hecho de los más populares de todos los tiempos. El Padre Pío de Pietrelcina envuelto en una vida extraordinaria. Sufriendo, muchos milagros, de incomprensiones que vivió incluso una depresión. Se ha caracterizado por ser un místico con estigmas y por su preocupación por los pobres, enfermos y necesitados.
Cuentan que durante la segunda guerra mundial le visitaban miles de personas, todas ellas prendadas por la fama de santidad, de milagros y de cercanía a los pecadores y necesitados.
Un día llegó a su convento un soldado, que en plena guerra mundial buscaba al Padre Pío porque se encontraba profundamente herido. Aquel muchacho buscaba en el Padre Pío quizás un aliento para creer, pues su fe estaba tan debilitada como la paz en aquellos momentos turbulentos. Le pidió al Padre Pío a bocajarro que le enseñara si de verdad tenía esas heridas que todos comentaban, los estigmas de la pasión. El Padre Pío ante la petición le contestó con sencillez: Muéstrame tú las tuyas. Le dejó sin saber cómo continuar. ¿A quién le interesan mis heridas? Yo venía buscando lo extraordinario y el morbo de las heridas del Padre Pío a quien le interesa si yo he sufrido o si estoy herido.
El muchacho se quedó tan desconcertado que le dijo el Padre Pío: Vamos y me cuentas y si quieres te confiesas. El muchacho le contó con lágrimas en los ojos su profunda herida de la guerra. Estaba destrozado. En una emboscada iban tres y a sus dos compañeros le alcanzaron dejándolos medio muertos y le gritaban a él que los ayudara, pero el miedo le hizo seguir hacia adelante y los gritos de sus compañeros no fueron escuchados. Aquella noche le ha dejado sumido en la mayor herida de su corazón. No supo enfrentarse, ni tuvo la valentía de volver y socorrer a sus compañeros moribundos. No pedía más. No sabía a quién contárselo.
La confesión dio lugar a la paz, la confesión curó la herida sangrienta y daba paso a la Misericordia de Jesús. Volvió la paz a su corazón en guerra.
+Francisco Cerro Chaves
Obispo de Coria-Cáceres