Mons. Jaume Pujol Un filósofo polaco recordaba una anécdota de Juan Pablo II cuando aún era cardenal Wojtyla. Cierto día visitaba una pequeña parroquia y llegó un poco antes de la hora prevista. Entró cuando el párroco estaba dando catequesis. Preguntó a los niños: ¿Sabéis a qué he venido? Uno de ellos levantó la mano: «Yo sí lo sé. Para aprender algo.» El cardenal le dio la razón y se sentó a su lado indicando al sacerdote que continuara la catequesis.
Todos podemos aprender de otros, porque no hay nadie que tenga los conocimientos completos o las virtudes máximas.
He recordado la anécdota enlazándola con un texto de San Francisco de Asís que va en el mismo sentido: todos tienen algo digno de admiración e imitación. Animaba el santo a contemplar virtudes diversas en los hermanos: «La fe del hermano Bernardo, la sencillez y pureza del hermano León, la cortesía del hermano Ángel, la presencia agradable y el porte natural del hermano Maseo…».
Las virtudes están esparcidas entre las personas. Son –en definición del Catecismo de la Iglesia Católica– disposiciones habituales y firmes para hacer el bien. Regulan nuestro entendimiento y voluntad y ordenan las pasiones para que estén sometidas a la razón y a la fe. Permiten ser consecuentes con unos valores que acaban definiendo la conducta de una persona al establecer una relación de continuidad entre lo que piensa y lo que hace.
Las virtudes consideradas cardinales son, en el aspecto humano, prudencia, justicia, fortaleza y templanza. No chocan con la gracia divina, sino que esta las purifica y eleva. A la vez las pone en relación con las llamadas virtudes teologales, fe, esperanza y caridad, que ponen a los cristianos en el ambiente de Dios.
Contemplar la vida virtuosa de los santos, los canonizados y los anónimos, nos ayuda mucho a crecer en virtud nosotros mismos. Son testimonios vivos que predican con el ejemplo a un mundo cansado de palabras y ávido de testimonios auténticos.
Las virtudes de los padres han hecho muchos santos. Recordemos el caso de la madre de San Agustín, los padres de Bernardette, los de Teresa de Lisieux, y tantos más. La familia es la primera escuela de virtudes. Por ello animo a los padres a esmerarse en la educación de sus hijos con sus testimonios irremplazables: enseñarles a ser veraces, generosos, agradecidos, esforzados, alegres, solidarios… Un mundo mejor comienza en esta escuela de virtudes. Con los años las desarrollarán y con el tiempo las transmitirán a otras generaciones.
† Jaume Pujol Balcells
Arzobispo metropolitano de Tarragona y primado