Mons. Braulio Rodríguez Para nosotros, los hombres y mujeres de Europa es muy habitual contraponer lo sagrado y los profano. A veces de una manera un tanto rígida. Sin duda que está bien distinguirlos como ámbitos distintos, pero no separados. Porque sucede con frecuencia que no solo los separamos, sino que pensamos que cada uno de estos ámbitos se basta a sí mismo. Con lo que se olvida la coexistencia de lo sagrado y lo profano en la vida real de las personas. Sucede incluso que con facilidad hay muchas personas que consideran que lo sagrado y lo profano son antagónico o totalmente opuestos, o porque no se comprenden sus competencias respectivas, a causa de celos de poder, como en épocas tristes del pasado, o por oposiciones entre ideologías diferentes e irreductibles. Todo lo cual no es bueno para la convivencia de una sociedad plural.
Tras esta reflexión, nos damos cuenta de, en primer lugar, que los cristianos no podemos desertar de la tarea de ofrecer una contribución para edificar la vida buena en la sociedad plural. Primero, porque el cristiano, miembro a todos los efectos de la familia humana, está siempre preocupado por la situación en la que vive él y sus hermanos los hombres y mujeres. Hacerse cargo de la condición del hombre y la mujer contemporáneo es una necesidad de la fe de los cristianos.
Más aún: hay que dejar claro que la Iglesia piensa humildemente que puede ofrecer una contribución importante a la humanidad o a la sociedad en la que vive, no en virtud de su capacidad o méritos, sino a causa del acontecimiento que es Cristo en el que encuentra verdadera luz el misterio del hombre, como afirma el Concilio Vaticano II (GS, 22). Los cristianos somos discípulos de un Dios encarnado que ha asumido la condición humana no sólo para indicarnos el destino de amor definitivo que nos espera tras la muerte, sino para acompañarnos en nuestro caminar en la tierra.
El primer deber de la Iglesia consiste sobre todo en proponer a todo hombre y mujer el acontecimiento de Jesucristo, sin batallar con nadie, sino ofreciendo la buena nueva (Evangelio) y haciendo posible para todos una contribución de regeneración de lo humano, que la historia siempre necesita. Esta tarea, en nuestro tiempo, se presenta difícil, porque hay cuestiones prácticas en las que las opciones que se ponen sobre la mesa son delicadas y no exentas de controversia. Pensemos las cuestiones relativas al matrimonio y a la familia, al nacimiento y a la muerte, a la justicia social.
Yo soy consciente de que mis enseñanzas como obispo de la Iglesia Católica se extienden más allá de los confines de la Iglesia y, si son asumidas con libertad puede favorecer una confrontación, en debate útil para toda la “polis”, la ciudad de los hombres, independientemente de las distintas maneras de ver las cosas que se dan en nuestra sociedad. Pero para que esto fuera posible sería necesario profundizar en la idea de laicidad, para no confundir ésta con el laicismo excluyente.
Es indudable la dificultad de comunicación entre personas que tienen concepciones del mundo muy diferentes a la hora de ponerse mínimamente de acuerdo. ¿Cómo llegar a “un pensamiento común práctico” en el ámbito de la política en su sentido original, la acción común de la “polis”? Hagamos aquí únicamente un apunte: existe un bien común que tiene más valor que el de los grupos que conforman una sociedad. Esto implica aceptar la inevitable divergencia de las visiones del mundo, pero aportando al mismo tiempo la posibilidad de entenderse concretamente sobre lo que hay que hacer. Ello no significa renunciar a la justificación teórica de la acción práctica; significa, más bien, reconocer que el ámbito político no necesita, para gozar de buena salud, del consenso total respecto a las visiones fundamentales de la vida. Sé que es cosa bastante difícil, incluso improbable, pero espero que sea posible en nuestra sociedad.
+ Braulio Rodríguez Plaza
Arzobispo de Toledo, Primado de España