Mons. Agustí Cortés Uno de los gestos más bellos, en su sencillez, que realizamos en la “liturgia” familiar cotidiana es la comida en torno a la mesa, los domingos o cualquier otro día significativo. Parece que allí se acumula la vida familiar, cada detalle adquiere su significado y cada comensal se revela como es; resulta como un espejo de la convivencia. Allí puede aflorar lo mejor o lo peor de cada uno, brotar momentos de alegría o de tristeza…
Muchos padres de familia manifiestan su ilusión por vivir ese momento familiar, como celebración gozosa de afecto compartido. A veces, sin embargo, escuchamos lamentos, consecuencia de alguna frustración, porque las cosas no resultan como se esperaba…
Así, las comidas familiares son realmente una riqueza, aunque “una riqueza arriesgada”, gozamos de ellas, aunque tememos quedar decepcionados.
Hace ya años que los teólogos de la Eucaristía descubrieron que Jesús, al instituir este Sacramento, quiso integrar en su significado toda esta riqueza del gesto humano, concretamente de la liturgia familiar de las comidas judías. Éstas ya tenían todo un sentido religioso. Pero Jesús elevó el valor de la comida familiar o fraterna a límites insospechados: nada menos que quiso hacer de la Eucaristía el sacramento del amor. Es decir, quiso realizar y ofrecer el amor del Reino de Dios en esa comida fraterna y familiar, integrando y elevando toda su riqueza humana.
Los himnos eucarísticos tradicionales hallaron expresiones sublimes para expresar estas realidades: “Sagrado banquete”… “Recostado a la mesa con sus hermanos, se dio a sí mismo como alimento”… “El pan de los ángeles se hace pan de los hombres”.
Ante todo hemos de saber que nosotros somos invitados por Él. Decimos que celebramos la Eucaristía, incluso que “organizamos” la celebración. Pero en realidad es siempre Él quien invita: recordemos la multiplicación de los panes y los peces, o aquel “venid, almorzad” tras la pesca milagrosa junto al lago. Él lo hace siempre como el inmenso regalo a sus hermanos.
Pero tampoco podemos olvidar aquel hecho triste de una comida familiar frustrada, que disgusta tanto a los padres de familia. Uno puede ser invitado al banquete del amor con toda la ilusión del mundo, pero si él mismo no sabe amar o no está dispuesto a hacerlo, todo queda falseado y se experimenta un terrible fracaso. Las palabras de San Pablo cuando constata en la comunidad de Corinto esta falsedad, acercarse a comulgar sin fijarse en lo que eso significa, haciendo lo contrario de lo que significa amar, son terribles (cf. 1Co 11,34): es una gran hipocresía.
¿Cuál es el perímetro de la mesa de la Eucaristía? ¿Cuántos caben? ¿Quién se sienta en ella con pleno derecho? Nadie es digno de sentarse a la mesa de la Eucaristía. Todos decimos “Señor no soy digno de vengas a mi casa…”
Sin embargo, el altar, la mesa de la Eucaristía, es infinita, no tiene límites, porque el amor de Dios no los tiene: es un banquete con vocación universal, para toda raza, lengua y nación. Solo quien permanece cerrado al amor del Espíritu se ve privado de este inmenso don.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat