Card. Ricardo Blázquez Terminamos de celebrar los misterios de la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo. Por la fe, el bautismo y la pertenencia a la Iglesia es nuestro Señor, y estamos unidos de forma particular a Él. La Semana Santa en nuestra Diócesis es realmente excepcional; a la participación personal y multitudinaria se unen miles de visitantes. No podemos olvidar las celebraciones litúrgicas dentro de los templos ni las procesiones que llaman la atención por su grandiosidad, sobriedad, belleza y hondura religiosa. ¿Cómo poder olvidar la procesión del Domingo de Ramos, el Sermón de las Siete Palabras en la Plaza Mayor, la Procesión General del Viernes Santo y la procesión de la mañana del Domingo de Pascua? La fe sale a las calles y se ha plasmado en imágenes de singular belleza y elocuencia.
Con la Vigilia Pascual y el Domingo de Resurrección entramos en el tiempo pascual, que se prolonga durante cincuenta días hasta Pentecostés. La resurrección de nuestro Señor, que fue crucificado y sepultado, es la fiesta por antonomasia de los cristianos. Cantamos en la Vigilia Pascual: “Esta es la noche, en que rotas las cadenas de la muerte, Cristo asciende victorioso del abismo”. “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor, Jesucristo, que, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha engendrado para una esperanza viva, para una herencia incorruptible, intachable e inmarcesible, reservada en el cielo a vosotros” (1 Ped. 1, 3-4). Más allá de la muerte hay Vida, nos aguarda en el cielo una herencia eterna y feliz, la esperanza en Dios no se ahoga en el pozo de la muerte. Por la meta salvífica que esperamos cobran sentido las pruebas que debemos pasar. Jesús crucificado, implorando del Padre el perdón para los que lo crucificaban, venciendo el mal a fuerza del bien, amando hasta la muerte, es nuestro modelo (cf. Jn. 13,1;15,12-13; 1 Ped. 2, 23; Ef. 2, 16; Rom. 12, 21). “Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte a la vida porque amamos a los hermanos. El que no ama permanece en la muerte (1 Jn 3, 14). La celebración de la Pascua, después de la Semana Santa, es un tiempo de esperanza, de alegría, de fraternidad que vence el odio y la división. La fe en Dios Padre que resucitó a Jesucristo y la esperanza en la Vida eterna van íntimamente unidas.
En esta carta quiero recordaros una necesidad primordial, que varios acontecimientos ponen ante nuestra mirada con particular incidencia. Hemos celebrado hace unos días la fiesta de San José, patrono del Seminario; el próximo día 24, conocido tradicionalmente como el domingo del Buen Pastor, es la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones; a finales del curso académico recibirán la ordenación sacerdotal dos diáconos, alumnos de nuestro Seminario; durante el mes de octubre tendrá lugar en Roma la Asamblea del Sínodo de los Obispos sobre ‘Jóvenes, fe y discernimiento vocacional’. Pues bien, en este contexto con numerosas resonancias vocacionales, queridos hermanos presbíteros, religiosos y consagrados, padres de familia, catequistas y educadores cristianos, os recuerdo la oración por las vocaciones.
A los jóvenes, que con la confirmación culminan la iniciación cristiana, les pido que pregunten a Jesús por su vocación si los llama al matrimonio cristiano, al sacerdocio, a la vida religiosa, a ser laicos particularmente activos en la pastoral, a ser misioneros. La Iglesia necesita sacerdotes; si en otras situaciones ha habido una abundancia extraordinaria, ahora padecemos penuria también extraordinaria. Recemos al Señor para que envíe trabajadores a su campo; que se una a la oración la colaboración pastoral por las vocaciones en comunicación con los formadores del Seminario. Los sacerdotes son insustituibles para la vida sacramental y apostólica de la Iglesia. No descarguemos nuestra responsabilidad sobre los hombros de otras personas. A todos nos atañe esta causa fundamental ya que de ella depende en gran medida la vitalidad de nuestras comunidades.
La Jornada del Buen Pastor es también una ocasión preciosa para que nos preguntemos los sacerdotes y los diáconos ¿cómo ejercitamos y vivimos el ministerio pastoral que hemos recibido gratuitamente del Señor?. La vida santa es la más eficaz invitación a que otros sientan como por contagio la llamada del Señor. El sentido eclesial del sacerdocio y nuestro aprecio contribuirán básicamente a crear una “cultura vocacional”. Cuando la vocación es pedida, agradecida, acompañada, animada, facilitada y soñada respira un ambiente propicio y halla el humus vital. En la Iglesia debemos agradecer a Dios todas las vocaciones y reconocer el servicio de todos los hermanos.
Termino recordando una aparición del Resucitado. Después de una noche faenando para pescar en el lago, al amanecer, Jesús con su palabra hizo fecundos sus esfuerzos y, llegados a tierra, almorzaron juntos. “Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: ¿Me amas?” Y Pedro responde: “Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero”. Jesús le dice: “Apacienta a mis ovejas”. Hemos recibido, queridos hermanos sacerdotes, un “oficio de amor”. Y Jesús terminó el diálogo diciendo a Pedro: Sígueme (cf. Jn. 21, 15 ss.). El mismo Señor nos invita hoy a seguirlo y a prestar el encargo confiado como servicio a la Iglesia y a la humanidad.
+ Cardenal Ricardo Blázquez
Arzobispo de Valladolid