Mons. Agustí Cortés Hay un momento en la celebración de la Eucaristía, en que el sacerdote, tomando en sus manos un trozo de pan, lo presenta ante Dios, mientras pronuncia unas palabras que recuerdan las bendiciones de las comidas judías:
“Bendito seas, Señor, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo del hombre…”.
En su sencillez, resulta una bendición muy bella. El pan es verdaderamente un fruto. Es el resultado de un don y de un trabajo. Como tal, motiva la bendición a Dios, es decir, nuestro reconocimiento agradecido y la alabanza.
Pero lo más importante de este gesto es la evocación del destino del pan: llegar a ser materia de la Eucaristía, el cuerpo entregado de Jesucristo:
“Él será para nosotros pan de vida”.
En este momento de la celebración no podemos olvidar a los que no tienen pan. De hecho inmediatamente antes se ha realizado la colecta, cuyo significado es expresar, mediante la aportación material y voluntaria, que la comunidad comparte bienes. Esa aportación material formará parte de la ofrenda eucarística. Que la comunidad cristiana comparte bienes – también materiales – es esencial a la Iglesia. Pero desde siempre este gesto ha incluido el recuerdo y el compromiso con los pobres, aunque no formen parte explícitamente de la comunidad cristiana. Siempre los más pobres han tenido su lugar privilegiado el corazón de la Iglesia, especialmente en la celebración de la Eucaristía.
De ese corazón de la Iglesia nació la organización Manos Unidas: un grupo de Mujeres de Acción Católica (miembros de la UMOF) que se sintieron llamadas a comprometerse con los que en el mundo pasan hambre. Para ellas, el hambre de Dios era inseparable del hambre de pan. Hoy permanece bien viva esta llamada. Somos también llamados por la organización eclesial Manos Unidas a sumarnos a la nueva Campaña Contra el Hambre bajo el lema “El mundo no necesita más comida. Necesita más gente comprometida”. Hay en esta invitación unos presupuestos, unos criterios de largo alcance, sobre la producción de alimentos, el desequilibrio ecológico y económico, la explotación de los países más pobres, la sobreabundancia y el despilfarro de los más ricos, etc.
Miramos el pan que sostienen las manos del sacerdote mientras bendecimos a Dios. Es un pan “nuestro”, que tenemos como consecuencia de la tierra y de nuestro trabajo. Pero, ¿cómo puede ser objeto de nuestra bendición a Dios, si es fruto de una tierra poseída y de un trabajo realizado al margen de la justicia y del respeto a los derechos básicos de los más pobres? Es más, ¿cómo puede llegar a ser materia de la Eucaristía, Cuerpo de Cristo, si ese pan está ahí al margen del amor concreto y auténtico que predicó Jesucristo y que nos transmite mediante su Espíritu?
Y miramos nuestra colecta, la aportación material que realizamos como signo de comunión. Según lo que echamos en la bandeja y los motivos que nos mueven a hacerlo, ¿puede ser realmente signo de compartir y de ayudar a los que pasan hambre según los criterios que nos transmite la Iglesia en su Doctrina Social?
Son preguntas inquietantes. Pero nuestra respuesta, sobre todo ha de ser el gesto, el compromiso, la colaboración. No es el problema la falta de comida. Nos sobra. El problema es la falta de manos que la repartan con justicia.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat