Mons. Agustí Cortés Algunos fragmentos del Libro de Job merecerían formar parte de un manual de psicología en su capítulo dedicado a la depresión. No diríamos que Job representa una especie de modelo de enfermo maníaco depresivo, pues su primera reacción ante lo que le toca vivir está más que justificada. Cualquiera haría lo mismo. Pero su estado de ánimo refleja perfectamente la derrota y la impotencia. Él comenzó siendo un propietario, un amo dueño de su vida, con sus derechos y sus compensaciones cubiertas. Pero en poco tiempo se convierte en un esclavo o un asalariado, de forma que ésta le parece ser la condición real de todo ser humano:
El ser humano cumple un servicio en la tierra, son sus días los de un jornalero; como el esclavo busca la sombra; como el jornalero busca su salario” (Job 7,1-2)
El gran paso consiste en convertirse de amo a siervo. Entre los siervos, están los esclavos, los más vejados y sometidos, a quienes no les es permitida ninguna compensación, fuera de una sombra contra el sol, un lugar de descanso, una exigua comida, que les mantenga vivos para trabajar… Después están los asalariados. Éstos no dejan de ser siervos: a veces se escucha en labios de algún empresario o patrón expresiones inquietantes, como “éste trabaja para mí…” Y en esta categoría entran prácticamente todos los contratados, incluso los de profesiones “liberales”: ellos sirven a cambio de una compensación económica. El contratante no pocas veces ejerce de auténtico señor – “a usted le pago para que me haga esto o lo otro” – aunque él mismo suele ser contratado (siervo) de otro…”
En definitiva, hemos convenido que todo esfuerzo, todo trabajo, entendido como servicio, ha de tener su compensación. Es una forma mitigada de señorío que nos permite sobrevivir, aunque no falten desigualdades flagrantes. Constituye una convicción absolutamente indiscutible y nadie se atreverá a contradecirla. El salario o, eventualmente, el ahorro acumulado, es propiamente el fruto del esfuerzo. El trabajo es “la forma de ganarse la vida” y una buena jubilación es fruto, ganado con el sacrificio mes a mes durante años. Incluso espiritualmente consideramos que la paz y el sosiego es fruto merecido de una vida justa. ¿No nos parece que Job tenía razón cuando protestaba a Dios al sufrir tanto, a pesar de haberse mantenido fiel?
Pues bien, esto, que es tan evidente, no funciona en el Reino de Dios. Recordemos cómo en esto Jesús escandalizó tantas veces (parábola de los contratados a última hora, Mt 20,1-16; “pobres siervos somos” Lc 17,10). Quienes, creyendo en Él, intentamos vivir según el Reino de Dios, no somos ni esclavos ni asalariados: con Jesucristo ha irrumpido en el mundo el amor de Dios, cuya propiedad más característica es la gratuidad.
Sin duda, en el Reino de Dios hay frutos, nuestras vidas de fe, si son auténticas, son fecundas, producen beneficios de vida. Pero – he aquí la gran paradoja – solo son resultado de amor gratuito, no son rendimiento merecido de un trabajo, no son ganancias “justas” o compensaciones exigibles, y menos aún no son rendimiento de un capital acumulado, aunque entendiéramos por capital la acumulación de obras buenas.
Esta es una de las más grandes revoluciones de la fe cristiana: solo el amor gratuito da frutos de vida. El amor gratuito, en efecto, siempre es de Dios.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat