Mon. Agustí Cortés Uno de los frutos más valiosos y sanadores de la fe cristiana – y por tanto de una verdadera Iglesia – es la unidad.
Los cristianos somos herederos de aquel sueño que en la tradición judía se plasmó en el relato de la Torre de Babel: la división de la humanidad en razas, naciones y lenguas, era vista como un fracaso, fruto de la ambición y el orgullo que llevó al ser humano a querer “conquistar el cielo” (mediante la técnica y la fuerza autónoma). Desde siempre, los discípulos de Jesucristo han contrapuesto la Torre de Babel a Pentecostés, donde se ve restablecida la unidad en la pluralidad.
Pero también los cristianos han tenido que afrontar a lo largo de más de dos mil años un sufrimiento decepcionante al comprobar que esa unidad ha estado a veces amenazada y rota efectivamente… Y que sigue hoy sin ser restablecida plenamente. Un filósofo creyente y particularmente sensible a este problema, escribió un libro que tituló, con todo acierto, “El Cristo desgarrado”.
Es este un sufrimiento que se despierta particularmente cada año cuando miramos estos días a nuestros hermanos separados y nos reunimos para tender posibles puentes y orar por la unidad. ¿Cómo podemos vivir tranquilos los cristianos, viendo que Jesucristo está roto? Recordamos que, según Él nos prometió, hoy Jesucristo vive en los cristianos, es decir, en su Iglesia, en sus discípulos. Por eso, de hecho Jesucristo pervive en sus discípulos sufriendo rupturas y divisiones. Es cierto que para algunos esto no supone un problema, pues piensan que ya está bien así: cada uno con su “manera de vivir la fe cristiana” no tiene que preocuparse de nada más…
Pero nosotros no nos conformamos. No podemos dejar de escuchar en el corazón las palabras de Jesucristo: “Padre, que todos sean uno, como tú y yo somos uno” (Jn 17,11). No nos podemos conformar con la situación actual, de ninguna manera, pues sabemos que lo que deseaba Jesucristo no era cualquier “unidad”, como por ejemplo, la unidad de un equipo de acción (empresarial o política, por ejemplo), o la de los amigos que se juntan por el afecto, o la unidad de intereses de cualquier tipo… Lo que quiso e implantó Jesucristo es una auténtica comunión de hermanos, comunión concreta de fe, de vida, de amor, de esperanza.
El problema es que esta comunión, sin dejar de constituir un don del Espíritu, “ha de ser trabajada”. La comunión entre hermanos en la fe, es un verdadero fruto de vida trabajada, como los frutos de la cosecha, esperados por el labrador, después de sus esfuerzos cultivando el campo.
Hoy nos prometemos trabajar la comunión. Es trabajo de comunión fraterna la profundización constante en la fe de Jesucristo, esa fe que
– Nace de la escucha de la Palabra, que también resuena en el otro.
– Se arriesga a vivir un mañana sorpresivo, siempre en manos del Espíritu.
– Mira al otro como hermano, aceptando las diferencias.
No sabemos cuándo se verán cumplidos nuestros sueños. Pero sí estamos seguros de que el Espíritu cuenta con nosotros para realizarlos.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat