Mons. Agustí Cortés Es claro que sin horizonte no se puede dar un paso. Mejor dicho, sin un horizonte bueno, positivo, cierto, no podemos caminar en el presente. Si supiéramos que no hay final o que el final es mera destrucción, ¿quién se atrevería a seguir andando?
Por el contrario, la previsión de la meta feliz nos permite afrontar las dificultades del camino. La experiencia es sencilla y cotidiana: los sueños son motor de la vida y, dado el caso de haber conseguido la meta, el camino se ve de otra manera. Un atleta da por bueno todo el esfuerzo realizado hasta conseguir al final la marca propuesta; así mismo el estudiante con el título bajo el brazo tras unos largos años de estudio; y el enfermo curado tras un duro tratamiento; y, como dice el propio Jesús en el Evangelio, la madre, al tener en sus brazos al hijo recién nacido, considera bien empleados los esfuerzos del embarazo y el parto (cf. Jn 16,21).
Un poema sencillo y popular en lengua alemana describía el estado ánimo del típico depresivo, malhumorado y descontento con todo: el agua le parecía demasiado húmeda, el verano demasiado seco y caluroso, la música inútil y vacía, las risas superficiales, la buena literatura pura charlatanería, el paisaje aburrido, la comida insípida… Hasta el momento en que se enamoró de su chica. A partir de entonces todo le parecía maravilloso: el agua, el verano, la música… Este poema se titulaba “Final bueno, todo bueno”.
En este caso, la experiencia de final feliz parece que ilumina todo el camino… y toda la vida. Aunque el argumento del poema no pase de ser una simpleza, se puede trasladar al terreno mucho más importante de toda una vida: anticipar, vivir con anticipación, pregustar el fin feliz es el gran motor de nuestra existencia.
Los cristianos sabemos –creemos, esperamos– el final de esta historia nuestra. Sabemos además que ese final tiene aires de victoria segura del Bien, de la Verdad, de la Belleza y, en consecuencia, de la vida humana en toda su plenitud. Lo celebramos en la fiesta de Cristo Rey del Universo.
Muchos templos de estilo románico tienen pintada la gran figura majestuosa de Cristo Rey en el ábside central, en el punto donde confluyen todas las miradas de la asamblea, como horizonte de todas las vidas y del mundo entero. La contemplación de esta figura puede evocar horas de oración y de reflexión muy importantes para la vida diaria.
Si realmente el final de la historia del mundo y de la historia personal es ese Cristo, toda la vida cambia. Cambia toda la vida, tanto en lo que tiene de bueno y gozoso, como en lo que tiene de malo y sufriente.
– Estamos asediados por mil preocupaciones, algunas graves. Pero la contemplación del triunfo final de Cristo permite que afrontemos los sufrimientos presentes con la paz de quien sabe que todo es relativo a ese fin.
– Nos inquieta que muchas veces triunfe la injusticia, la falsedad, los intereses egoístas, la sinrazón, el afán de poder… Pero en Cristo Rey reconocemos que triunfa definitivamente el amor de Dios realizado en la humanidad de Jesús.
– La dificultad de hallar consuelo en las realidades que nos rodean nos lleva a la tristeza. Pero la luz que proyecta Cristo victorioso des del final de la vida, ilumina hasta los detalles pequeños y cotidianos, que también tienen su brillo. Y eso nos ayuda a vivir.
Jesucristo es la última y definitiva palabra. Por eso nada tememos y todo lo esperamos.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat