Mons. Francisco Javier Martínez Muy querida Iglesia del Señor que peregrina en Granada, Queridos religiosos y consagrados, sacerdotes, fieles cristianos laicos,
La celebración del día de la Iglesia diocesana, el próximo domingo día 12 de noviembre, es siempre un motivo dichoso de reflexión sobre la naturaleza de nuestro “ser Iglesia” en este momento de la historia. Es también un motivo de fiesta para nuestras comunidades que peregrinan unidas a la llamada de Cristo nuestro pastor. El misterio de la Iglesia, esto es, el misterio de la redención de Cristo, se hace presente en su integridad, como recuerda el Concilio, en la Iglesia particular o diocesana, esto es en cada diócesis, donde la sucesión apostólica constituye la garantía de la contemporaneidad de Cristo en su acción sacramental y en la comunión de todos, esa comunión que es esencial a la misión que hemos recibido del Señor: anunciar la alegría del Evangelio a todos los hombres.
La unidad en la fe y en la caridad son parte esencial de ese “evangelio”,
de esa “buena noticia” que el mundo necesita, aunque no sea consciente de ello.
Y tal vez de manera especial en nuestro mundo de hoy, desgarrado por un
deterioro muy profundo de lo humano, y por unas fuerzas, por unos poderes,
que favorecen la dispersión y la fragmentación de lo humano en todas sus
dimensiones.
Aquí nos es útil retomar la imagen del cuerpo, que San Pablo usa en
varias ocasiones como imagen de la Iglesia (Rom 12, 4-8; 1 Cor 12, 12-30; Ef 1,
22-23; 5, 23 Col 1, 18. 22-24; etc). Y esa imagen tiene en la vida de la Iglesia
aplicaciones diversas, todas igualmente ricas en verdad y en gusto, porque la
verdad nunca es fría y abstracta, sino un atractivo lugar de sosiego para el
caminante, esto es, para nuestros corazones “inquietos”.
La primera de esas aplicaciones, bella y llena de poder sanador, es que el
cuerpo es siempre el acceso a la persona, a ese misterio insondable y único que
es cada persona, precisamente por ser imagen y semejanza de Dios. El cuerpo es
el medio insuperable de la comunicación entre las personas humanas. Nunca
podemos prescindir de él, ni siquiera en nuestro pensamiento (que también está
hecho de palabras, y por lo tanto, de cosas escritas o habladas). Por otra parte,
sin la persona que lo vivifica y lo anima, que lo hace literalmente “amable”, esto
es, digno de amor, el cuerpo es nada más que un cadáver.
Aplicado a la Iglesia, este aspecto de la imagen del cuerpo significa,
sencillamente, que la Iglesia es para el mundo el medio y el instrumento del
encuentro con Cristo. Eso implica también que la Iglesia no es nada sin Cristo,
pues es Cristo quien nos da la vida en ella y por ella, y es Cristo quien se une a
nosotros y “vivifica nuestros cuerpos mortales” en ella y por ella. ¡Qué alegría
saber que somos miembros del cuerpo de Cristo! Que, como decía también San
Pablo, “vivo yo, pero no yo, es Cristo quien vive en mí” (Gal 2, 20). Y eso
significa también que toda la misión y la razón de ser de la Iglesia, cuerpo de
Cristo, es que en ella —en nosotros— los hombres y las mujeres de nuestro
tiempo puedan encontrar a Cristo. Eso es lo que se quiere decir cuando se dice
que la Iglesia entera es en Cristo como un sacramento, esto es, como un signo de
la redención de Cristo ya realizada, como una señal que invita y llama, que
atrae hacia Cristo. Atrae porque es el cuerpo de Cristo y en la medida en que es
y vive como cuerpo de Cristo.
Otro aspecto de la imagen del cuerpo pertinente aquí —y que los textos
de San Pablo subrayan con mucha fuerza—, es la unidad de los diferentes
miembros del cuerpo. Este es un aspecto que subraya especialmente el capítulo
12 de la Primera Carta a los Corintios. Los miembros del cuerpo son muchos, y
no son todos iguales, pero todos viven a una, todos responden a una, todos
actúan a una para bien del cuerpo. A la alegría de ser en la Iglesia miembros de
Cristo, se une la alegría de ser “miembros los unos de los otros” (Rom 12, 5). Y
cada miembro se alegra del bien de los demás. No quiere el ojo que todo el
cuerpo sea ojos, ni las uñas que todo el cuerpo sea uñas. Cada miembro, y así
cada comunidad cristiana, cada carisma, se alegra de que existan otros
miembros, otros carismas, en el pueblo de Dios, y dese sobre todo el bien del
cuerpo. En este caso, el bien del cuerpo es que la unidad del cuerpo ponga de
manifiesto la unidad y el amor de las personas en el único Dios (“Padre, que
todos sean uno… como tú en mí y yo en ti… para que el mundo crea que tú me
has enviado (Jn 17, 21). Cada uno en su esplendor es reflejo del creador, a la vez
que un don inapreciable para el otro. Cada uno contribuye, “en la comunión del
Espíritu Santo”, con sus dones únicos y hasta con sus límites, a la belleza del
cuerpo, al ser del cuerpo en su plenitud, que en el caso de la Iglesia, aplicando
la imagen, significa que nuestra unidad ha de transparentar, ha de dejar ver, ha
de dar a conocer el amor infinito de Dios a los hombres, al mundo, revelado,
entregado en Cristo.
La belleza de la diversidad de carismas reside en que cada miembro
enriquece a la unidad de la Iglesia sin menoscabo de sí mismo, sino que su luz
particular irradia mayor luminosidad a través de la comunicación de la gracia
de la que todos participan y de la que a la vez se benefician.
Por último, la imagen preferida, tanto en el Nuevo Testamento como en el
Concilio Vaticano II, de la Iglesia como cuerpo de Cristo, nos recuerda también
que la unidad a la que Cristo y el Espíritu Santo de Dios nos introducen en y
por la Iglesia es una unidad que trasciende otras “unidades” menores; el
“nosotros” en el que somos introducidos es un nosotros nuevo, la pertenencia en
la que somos acogidos es una pertenencia nueva, y esa pertenencia es la más
grande, la más liberadora, la definitiva, una pertenencia que trasciende todas
las otras pertenencias temporales, provisionales, por más bellas y buenas que sean.
Esa unidad trasciende, como ya recordaba Jesús en su enseñanza (Mt 10,
37/Lc 14, 26), la pertenencia de la familia temporal, de nuestra familia humana y
carnal, porque por Cristo y en Cristo somos introducidos en la familia de Dios,
somos hechos “hijos en el Hijo”, “herederos de Dios y coherederos de Cristo”
(Rom 8, 15-17). Quien tiene esa unidad trasciende también todas las
pertenencias de nación y de patria, como nos recuerda ya la primera mañana de
la manifestación de la Iglesia en el relato de Pentecostés. Somos un nuevo
“pueblo, hecho de todos los pueblos”, como les gustaba recordar a los cristianos
de los primeros siglos. Y no tenemos aquí patria o nación permanente, sino que
en todas somos forasteros, y cualquier sitio en que vivamos nos sirve de patria
(Carta a Diogneto). Y eso porque nuestra verdadera patria, el hogar al que de
verdad pertenecemos, es el cielo, donde Dios será “todo en todas las cosas” (1
Cor 15, 28). Ese hogar, es patria, es Dios mismo, el “Dios que es amor” (1 Jn 4,
16). Y mientras tanto, conviene que vivamos como describe la Carta a los
Hebreos que vivían los hombres de fe, “como extraños y forasteros sobre la
tierra”. Y añade: “los que tal dicen van en busca de una patria (…) no aquella de
la que habían salido”, sino que “aspiran a una mejor, a la celestial. Por eso Dios
no se avergüenza de ellos, de ser llamado Dios suyo, pues les tiene preparada
una ciudad…” (Heb 11, 13-16). Esa ciudad es la Jerusalén del cielo, la esposa del
Cordero (Apo 21, 9-27).
Pero esa ciudad ya existe incoativamente en esta tierra, y ya formamos
parte de ella quienes formamos el cuerpo de Cristo, quienes formamos la
Iglesia, quienes nos alimentamos del Cuerpo del Señor en la Eucaristía. Cristo,
el Cordero degollado, digno de desvelar la entraña y de abrir los sellos de la
historia, ha “comprado con su sangre, para Dios, hombres de toda raza, lengua,
pueblo y nación”, y ha hecho “de ellos para nuestro Dios, un reino de
sacerdotes, y reinan sobre la tierra” (Apo 5, 9-10). Ése es el Cuerpo de Cristo.
Esa es la humanidad nueva.
La novedad de ese pueblo que es la Iglesia —que es la vida de Cristo en
ella— genera una pertenencia que hace saltar, quitándoles su condición de
pertenencias definitivas, determinantes, todas las otras pertenencias y
distinciones que son meramente obra del hombre, o que, por más justificadas y
nobles que sean, han sido convertidas en divisiones, en separaciones, en
motivos de odio y de resentimiento por obra del pecado. De nuevo, podemos
decirlo con palabras de San Pablo: “Todos los bautizados en Cristo os habéis
revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni
mujer; ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús” (Gal 3, 27-29). San Pablo
dice esto varias veces, con palabras ligeramente distintas, porque sabe lo
arraigada que está en el hombre la tendencia a dividirnos, a separarnos, a poner
fronteras y levantar muros. “Despojaos del hombre viejo con sus obras, y
revestíos del hombre nuevo, que se va renovando (…) según la imagen de su
Creador, donde ya no hay griego ni judío, circuncisión e incircuncisión;
bárbaro, escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos” (Col 3, 9-11).
Recuperar la conciencia de Iglesia como Cuerpo de Cristo, volver a
meditar estos pasajes de la Palabra de Dios nos es particularmente necesario en
estos momentos de la vida de la Iglesia y de la historia del mundo, y también de
España. Estos pasajes nos ayudan de cara a las fracturas que se abren entre
nosotros, y nos ayudan de cara a un mundo —el mundo del capitalismo
global—, en el que en cualquier ciudad vivimos personas, hombres y mujeres,
de muchos pueblos, de muchas pertenencias nacionales, lingüísticas, raciales,
culturales y religiosas. Quiera concedernos el Señor que, como Iglesia de
Granada, vivamos desde aquí, desde la mirada y desde el corazón de Cristo, y
desde ahí juzguemos el presente, y desde ahí podamos construir el futuro como
hijos de Dios.
Volvemos al Concilio Vaticano II. En uno de sus textos claves, en uno de
sus textos fundamentales, el Concilio afirmaba que “Cristo es la luz de las
naciones”. Y que la Iglesia es la prolongación en la historia de Cristo y de la
obra de Cristo. “La iglesia es en Cristo como un sacramento o señal de la
vocación del hombre a la íntima unión con Dios y a la unidad de todo el género
humano” (Constitución Lumen Gentium, 1). Misterio, sacramento: en el lenguaje
cristiano son palabras que indican una realidad creada, corporal, material,
temporal, en la que se hace presente lo eterno, lo definitivo, lo perdurable. La
Iglesia, cuerpo de Cristo, templo del Espíritu Santo, es el regalo más grande que
Dios nos ha hecho; es la criatura más bella de la creación de Dios, porque Dios
mismo habita en ella. Esta es nuestra fe, es cierto. ¡Pero cuánto camino no
tendremos que hacer, cuánto camino no nos falta por hacer para recuperarla,
para ofrecérsela al mundo —para no vivirla en primer lugar nosotros mismos—
rebajada, adulterada!
Os deseo a todos un feliz domingo en esta celebración del Día de la
Iglesia Diocesana.
+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada