Mons. José María Yanguas La pregunta que el experto en la Ley le dirige a Jesús, en su caso para tentarlo, es una pregunta que también nos deberíamos hacer nosotros en estos tiempos en los que nos ha tocado vivir. los fariseos, en la época de Jesús, tenían que observar nada más y nada menos que 613 mandamientos. Saber en este caso cuáles el principal es algo lógico. A nosotros Jesús nos lo puso algo más fácil, cuando en la última cena nos dio el mandato de amarnos unos a otros como él nos había amado. Pero sucede que muchas veces nos olvidamos de los más importante y esencial, y en ese caso damos prioridad en nuestra relación con Dios a elementos que son más secundarios.
Nosotros, como dice Pablo a los Tesalonicenses en la segunda lectura de este domingo, hemos abandonado los ídolos, nos hemos vuelto a Dios, para servir al Dios vivo y verdadero. ¿Qué significa, entonces, volverse a Dios? ¿Qué conlleva servir al Dios vivo y verdadero? Estas preguntas no son obvias. Si alguien nos pregunta a nosotros, que somos creyentes practicantes, si amamos a Dios, si servimos al Dios vivo y verdadero, la inmensa mayoría diremos que sí, que lo amamos sobre todas las cosas. Pero ¿amamos al prójimo? ¿servimos al prójimo, es decir, a aquel que vemos en necesidad y al que nos «aproximamos», del que nos hacemos prójimo? Entonces, la respuesta ya no es tan evidente.
Por esta razón, Jesús en el evangelio, da una respuesta que une ambos mandatos de un modo, por otra lado, que debería ser comprensible para sus paisanos. Jesús dice que el mandamiento principal entre esa amalgama de preceptos (613) es amar a Dios con toda tu alma, con toda tu mente… Para un judío esto es evidente. Lo recuerdan cada vez que reza el Shemá, que lo rezan al menos dos veces al día el judío piadoso; lo recuerdan cada que vez cuando lo acarician al entrar o al salir de sus casas en las jambas de las puertas. Pero a veces olvidan lo que les ha mandado el Señor desde el principio, ese Dios al que dicen amar con toda su alma, con todo su corazón, con todas sus fuerzas. Es lo que nos encontramos en la primera lectura. El Señor ordena tener un especial cuidado con los más débiles de la sociedad, los más desprotegidos: los forasteros en tierra extraña han de ser acogidos; las viudas y los huérfanos debían ser atendidos con prioridad, porque son preferidos de Dios; de los pobres y de los endeudados no hay que aprovecharse. Amar a Dios para un judío conllevaba, pues, amar a este tipo de personas. Por eso, cuando Jesús dice que, junto al mandamiento principal y primero, hay uno segundo semejante: «amarás al prójimo como a ti mismo». El amor a Dios, que es amor de Dios («fuisteis vosotros forasteros en Egipto» y el Señor se fijó en vosotros y os rescató), lleva inevitablemente a difundir ese amor con el que está a tu lado, que es como tú, que es forastero en este mundo por el que todos estamos de paso.
San Agustín, comentando el evangelio de Juan, dice que “el amor de Dios va primero en el orden de los preceptos, el amor al prójimo es el primero en el orden de la acción… Amando al prójimo vuelves pura tu mirada para poder ver a Dios”. Quien ama a Dios ha experimentado en su vida un amor tan especial, tan inmerecido, tan ardiente, que no tiene más remedio que amar a los demás con ese amor de Dios que no busca correspondencia recíproca, sino expansión sin límites ni condiciones.
Que la participación en esta Eucaristía nos haga sentir y experimentar el amor de Dios que nos empuja a salir de nosotros mismos y aproximarnos a aquellos que a nuestro lado buscan amor, perdón, comprensión, compañía.
+ José María Yanguas
Obispo de Cuenca