Mons. Francesc Pardo i Artigas, Obispo de Girona Para la presente jornada del Domund he pedido al misionero Joan Soler (Dapaong, Togo) que nos ofrezca su testimonio.
No hace mucho, un buen amigo me comentaba: ¿Estás seguro que la misión todavía tiene vigencia en el mundo de hoy? Y mi respuesta no pudo ser más clara: ¡Naturalmente que sí! Es tan necesaria hoy como ayer, como lo será mañana y siempre, porque está enraizada en lo más profundo del evangelio.
La misión es importante porque es querida por Dios mismo: “Designó el Señor otros setenta y dos, y los mandó delante de él, de dos en dos” (Lc 10,1). Pero una misión compartida, hecha en equipo, signo de comunión. No hay auténtica misión si ésta se convierte en asunto personal o en proclamación de uno mismo, porque la misión nace del hecho de sentirse enviado, de formar parte de una comunidad de origen que te envía a una comunidad donde la Palabra de Dios todavía no es conocida. Porque ésta es la primera misión: “Decid a la gente: el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (Lc 10,9); “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16, 15).
Y para poderla realizar es preciso haber experimentado antes esa buena noticia. El misionero es el hombre que vive a la escucha de Dios por medio de la plegaria, y que acepta con sencillez su propia fragilidad y sus límites. El hombre que en un momento dado ha querido abandonar… pero que después ha visto las maravillas que Dios ha hecho a través suyo. El misionero es un enamorado de Cristo. Un hombre que no teme la cruz, porque vislumbra la resurrección. El misionero es el hombre que llora ante el dolor de su pueblo, pero que lo transforma en alegría, porque su corazón está lleno de esperanza. El misionero es el hombre que proclama las bienaventuranzas: ”Bienaventurados los pobres, los perseguidos…” (Lc 6, 20 y siguientes), pero que al mismo tiempo lucha por borrar las desigualdades, porque no teme a los poderosos, si estos oprimen a los débiles: “¡Ay de vosotros, los ricos, los que estáis saciados, porque tendréis hambre!” (Lc 6, 24-25), pero que teme no hacer la voluntad de Dios.
El misionero es el hombre que vive y hace vivir los sacramentos: es el hombre de Pascua por medio del bautismo y la confirmación de adultos; es el hombre de la Eucaristía cuando también él se convierte en pan repartido a una humanidad que tiene hambre de Dios; es el hombre que explica la importancia del matrimonio vivido en plenitud, que visita a los enfermos y que ayuda a la gente a vivir la reconciliación. Y, finalmente, el misionero es el hombre que se emociona cuando un joven de la comunidad a la que ha sido enviado le dice que quiere ser sacerdote para servir a su pueblo y tomar el relevo de la misión.
Y todo ello, en medio de una inmensa alegría: “Los setenta y dos volvieron con alegría (…) estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo” (Lc 10, 17.20).
Por ello, la única cosa que me queda es hacerte a ti la pregunta: ¿Eres misionero? Sacerdote, religioso o religiosa, laico o laica, padre o madre de familia… ¿eres misionero? ¿Dónde? En el Togo o en Girona, en una pequeña ciudad o en un barrio, en un hospital o en una escuela, en el comercio o en el taller, en la fábrica o en el campo, ¿eres misionero allí donde estás? ¿Te sientes enviado por tu diócesis, por tu parroquia, por tu comunidad a proclamar las maravillas de Dios? ¿Vives con alegría tu fe en Cristo? ¿Eres testimonio de resurrección? Si la respuesta es afirmativa, hoy también es tu fiesta, y si la respuesta es negativa, entonces hoy es el momento favorable para cambiar, porque si no somos misioneros no somos auténticos cristianos. “Anda, vende lo que tienes, dáselo a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego ven y sígueme”. (Mc 10, 21).
Joan Soler