Mons. Agustí Cortés Al iniciar el curso tenemos presente el objetivo pastoral que nos hemos propuesto, dejándonos iluminar por la llamada de Cristo a “dar fruto”. Sus palabras se dirigen a nosotros, a cada uno en particular, a nuestra comunidad de referencia inmediata, como la parroquia, y también, sobre todo, a la Diócesis, como Iglesia Particular.
Nada más escuchar su voz nos entra una especie de inquietud interior, un desasosiego alimentado por diversos motivos. El primero de ellos surge al volver la mirada sobre nosotros mismos: ¿realmente damos fruto? ¿qué frutos producimos? Por otra parte, sentimos que nos resulta muy difícil entrar en el terreno al que parece llamarnos Jesús: “los frutos”, los que Él espera, los suyos, los de su Espíritu, ¿no son un misterio?, ¿no es Él solo quien puede darlos y reconocerlos como tales? ¿sus palabras no dan a entender que espera de nosotros algo tan elevado que nos sobrepasa? ¿no pone en nuestras manos una responsabilidad excesiva?
Pero si tuviéramos delante a Jesús, después de escuchar nuestras objeciones, seguiría reiterando su llamada. Pues no es una llamada accesoria, que le viene a la mente por casualidad. Al contrario, con palabras semejantes la repitió insistentemente. Además, su invitación es coherente con todo su mensaje. No tenemos excusa que nos libere de esa responsabilidad.
Hace bastantes años, en la última década de los setenta, Jaques Loew publicó un libro en el que pretendía dar una respuesta evangélica a la situación que vivía la Iglesia: “Seréis mis discípulos. Reflexiones y reflejos”. Nos sorprende que pervivan las mismas inquietudes que entonces, aunque la Iglesia y el mundo hayan cambiado considerablemente. Su primer capítulo es un desarrollo de aquella imagen bíblica tan rica: lleva por título “El árbol de la fe”. Al autor – y a nosotros – nos sirve esta imagen para introducir unas reflexiones que brotan del corazón con reflejos en la vida. La fe es como un árbol.
– No empieza por las ramas. Su comienzo es como el de las raíces, que buscan en lo oculto de la tierra la humedad, el agua que le permitan nutrirse. Una búsqueda difícil, en la oscuridad, salvando obstáculos y terrenos estériles. Se requiere un ser “humano humilde” (en y de la tierra – humus). Lo absolutamente indispensable es echar raíces en la tierra húmeda de la Palabra.
– Pero son indispensables también las hojas. Con la luz del sol transforman en vida la materia inorgánica que les llega desde las raíces. Así la fe que se expone al sol que es Cristo cuando ora. Si la hoja se oculta del sol y se desvincula del resto del árbol, muere sin remedio.
– Tenemos el árbol por antonomasia: la Cruz de la que pende el fruto más valioso, Cristo. Él es fruto del mayor amor: “me amó y se entregó por mi”. La Cruz es el árbol absolutamente fecundo, al hacer posible el paso a la primavera de la resurrección.
– Y así tenemos un bosque viviente de árboles en expansión… Es posible que nos inquiete la muerte de viejos árboles, antes muy fecundos, pero ellos son inmortales en sus semillas. Las semillas se esparcen hacia tierras lejanas, germinando en tiempos y espacios insospechados…
A los antiguos les gustaba recordar que el ritmo de las estaciones marcan los ciclos vitales de los árboles, como las relaciones amorosas determinan los estados del alma y su fecundidad. Así es la historia de fe de cada uno y de la Iglesia. Sólo se necesita que no deje de resonar en nosotros la llamada de Cristo a dar fruto abundante.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat