Mons. Agustí Cortés En contraste con el ambiente que estos días se puede vivir, vemos oportuno decir palabras serias. Estos días también nos proporcionan ratos de tiempo libre y, quizá (ojalá), algo de silencio para rumiar cosas importantes, que el trasiego de la vida cotidiana nos impide atender.
Cada vez que entre nosotros se produce una desgracia, como la muerte de alguien, víctima de un crimen o de una desgracia natural, desarrollamos una liturgia cargada de símbolos. Nadie lo discute. Todos, hasta los más racionalistas y fríos, que podrían rechazar otras liturgias, ven natural que se amontonen flores, se interprete una música suave y emotiva, se enciendan velas, se pongan frases alusivas a la víctima, etc.
No suele faltar el famoso “minuto de silencio”. Todos, reunidos en fila o en círculo, con rostro serio y la mirada perdida, guardamos silencio durante un minuto. Es uno de los gestos rituales más frecuentes y generalizados.
Pero más de una vez nos hemos preguntado qué pasa por dentro de cada uno de nosotros durante ese pequeño rato, vacío de palabras y sonido alguno. Ese silencio, esa concentración, ¿qué significa para cada uno?; ¿qué ocurre en el interior de los que participan?
Esperemos que la pregunta no resulte inoportuna. No es mera curiosidad. La cuestión responde al interés – casi por deformación profesional – de conocer el corazón humano. ¿Qué es lo que hay en el contacto con el dolor concreto, que justifique ese gesto? ¿Y cuando ese dolor es resultado de un crimen o de una injusticia? ¿Y cuando la víctima es particularmente querida?…
Se trata más bien de sentimientos espontáneos, que necesitan liberarse y ser compartidos. Quizá se quiere expresar solidaridad en el dolor, como quien busca la compañía, o la ofrece, para poder sobrellevar el sufrimiento. Quizá expresa también solidaridad en la indignación y la protesta, cuando es el caso de una injusticia o un abuso. El silencio sustituiría al grito de denuncia.
Sea como fuere, asumimos esa liturgia y desearíamos que no pasara sin reflexión, como un formalismo ritual. El “silencio del minuto” es un contraste terapéutico frente a la alienación que domina nuestra vida: el ruido, las palabras, los mensajes, la música, la actividad, las tensiones y los agobios. El mal, la contradicción, el fracaso, la desgracia, son también reales, más reales que la vida superficial y artificiosa que nos hemos montado. Hay que contar con la existencia del mal, particularmente con la muerte y su misterio. Es un buen correctivo para los optimistas del progreso de la razón humana, de la ciencia y técnica. Es igualmente una buena medicina para quienes piensan que todo es o ha de ser fiesta…
Pero pensamos sobre todo que es una gran oportunidad para tocar el fondo del misterio de la vida, con sus contradicciones y perplejidades. Una oportunidad para hacernos grandes preguntas: ¿eso es todo?, ¿nos resignamos a la impotencia?, ¿seguimos confiando en la capacidad humana para solucionar todo: nuevas leyes, nuevos recursos, nuevas políticas evitarán el dolor?, ¿quién cambiará el curso de la vida amenazada constantemente de fracaso?
Los cristianos en el silencio del minuto oramos y en ello encontramos la paz y la esperanza para seguir viviendo.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat