Mons. Agustí Cortés Siempre nos ha fascinado la relación tan estrecha que existe entre la pobreza y la fraternidad. Igualmente siempre hemos podido verificar la conexión que existe de hecho entre la riqueza y los enfrentamientos.
Hemos de precisar lo que queremos decir. Refiriéndonos a la pobreza o riqueza en sentido material, no afirmamos que siempre que hay pobres se dé fraternidad y siempre que hay ricos se dé conflicto. “Siempre” no, pero sin duda es más fácil la fraternidad entre los pobres que entre los ricos. Éstos no tienen más obsesión que aumentar su riqueza y defenderla, con lo cual “el otro, más que hermano, es normalmente un competidor”, al que hay que combatir y vencer.
Por otra parte, recordamos que estamos tratando la “nueva fraternidad cristiana”, aquella que nace del amor de Cristo compartido. Esto añade una aclaración muy importante. Porque, tanto pobres como ricos, pueden reunirse y formar bloques compactos entre ellos. Estas uniones pueden ofrecer una imagen de fraternidad, pero en realidad quizá no pasen de ser alianzas interesadas, para el beneficio de cada uno, para sumar fuerzas en la lucha, hacer frente a un enemigo común u obtener rendimientos ventajosos para el grupo… No pocas veces lo que se llama “solidaridad” no es más que egoísmo u odio compartidos.
El vínculo estrecho entre pobreza y fraternidad, entre pobreza real y fraternidad auténtica, se ve realizado modélicamente, por ejemplo, en los grandes hermanos san Francisco de Asís o Carlos de Foucauld. Ellos fueron fuente de múltiples fraternidades porque habían optado por la pobreza profunda y radical.
Esto no tiene más misterio que entender lo que significa ser pobre en sentido evangélico. Por una parte, el pobre en sentido evangélico se vacía de sí mismo en favor de Dios y de los hermanos y, en consecuencia, no presenta ningún obstáculo a la entrada del hermano, cualquiera que sea, en su vida y en su corazón: deja el paso expedito, acepta y acoge; deja espacio de libertad al hermano. Por otra parte, el pobre en sentido evangélico no se vacía de sí mismo por táctica o vicio masoquista, sino por amor, porque el otro, Dios y el prójimo en Dios, merece toda su vida. Vive para Cristo y para los hermanos en Cristo: no le preocupa más que el otro sea lo que Dios quiere que sea.
Jesús dijo que era muy difícil que un rico entrara en el Reino de los Cielos (cf. Mt 19,23: las muchas riquezas del joven, su apego a ellas, era el obstáculo insalvable); nosotros podemos decir que es muy difícil que un rico genere, conserve y desarrolle fraternidad. Hablando en general, el rico sabe que su riqueza ha sido el resultado de una acumulación de bienes realizada a base de buscar, por encima de todo, el propio interés. En este enriquecimiento “el otro” o bien ha sido un aliado, del que uno se puede aprovechar, o bien un competidor al que hay que vencer.
Desconocemos estudios sociológicos sobre la estabilidad de uniones entre la gente rica en comparación con las que se dan entre gente pobre. En todo caso, resultaría muy iluminador, no solo saber el número, por ejemplo, de rupturas matrimoniales o de fracasos de cooperativas, sino también el motivo por el que se producen. Sospechamos que siempre encontraremos, entre las causas, una falta de espíritu de pobreza o un exceso de orgullo egoísta.
En el Espíritu el hermano pobre (que no “el pobre hermano”) es el verdadero. De él te puedes fiar. La nueva fraternidad tendrá en él uno de sus más firmes cimientos.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat