Mons. Salvador Giménez Aceptamos como normales los cambios que se producen en nuestra sociedad. Aunque algunos tengan más aspectos negativos que los que abandonamos, por anticuados o inservibles. Pienso en diversos ámbitos de la vida cotidiana. Me refiero ahora al mundo del ocio de nuestros niños y jóvenes porque, me parece, hemos ido a peor. Y esto a pesar de contar con varias institu ciones que siguen ofreciendo sus servicios; en nuestra Iglesia abundan los grupos de referencia, entre los que destaca la Fundación VERGE BLANCA.
Los recuerdos de nuestra participación en colonias son generalmente positivos. Así lo expresan a menudo las personas con las que me relaciono. Quienes hacen gala de esos recuerdos son los padres y abuelos, que los comentan con sus hijos y nietos con el fin de motivarles a participar en ellas. Y es que el aprendizaje de algunas destrezas, el trabajo en equipo, el contacto con la naturaleza, la dedicación de sus monitores y, para los creyentes, la oración en comunidad, constituye todo el entramado fundamental que completa la educación recibida en la familia, en la parroquia y en la escuela.
Las colonias estivales, organizadas por grupos dedicados a la educación en el tiempo libre, tanto de grupos parroquiales como de colegios, son el punto final de todo un curso de actividades, de reuniones, de reflexión… Uno de los cambios observados precisamente en los últimos años es la disminución de asistentes en estas colonias organizadas. Y es una pena que no se beneficien muchos más niños y jóvenes, de esta experiencia. Las causas de esta situación son variadas y merecerían un análisis para tratar de hacer un examen de conciencia. Salidas familiares a centros comerciales, excesiva comodidad en casa que disuade salir a reunirse con el grupo, poca convicción en los argumentos paternos para invitarles a la participación, demasiada dependencia o uso inadecuado de las nuevas tecnologías, miedo a confrontar ideas y opiniones, comida o instalaciones que no se adecúan a las pretensiones de cada uno… Todo ello conduce a un fomento del individualismo y a una disminución del espíritu cooperativo, a no desprenderse de comodidades y gustos, olvidando el esfuerzo, la austeridad y la exigencia personal. Y eso no puede considerarse positivo, aunque entendamos los cambios sociales de los últimos años.
Es una obligación compartida por parte de todos los adultos, especialmente los profesionales de la educación, animar a nuestros niños y jóvenes a la solidaridad, a reconocer los valores de los demás, al trato entusiasta y comprensivo con los que piensan distinto, a saber perder el interés individual para que gane el del grupo. Es una línea de trabajo que nos deberíamos imponer todos para aumentar los grados de sociabilización juvenil. Necesitamos promover el asociacionismo como un servicio a la sociedad en las distintas parcelas de la actividad humana, desde la cultural hasta la política o sindical, desde la atención al desarrollo profesional hasta el servicio altruista movido por la propia fe. Es de justicia nuestro agradecimiento a todos aquellos que dedican parte de su vida a la educación de los niños y jóvenes en el tiempo libre donde se aprende aquello que nunca se olvida. Seguramente el cariño de los pequeños les supone ya la recompensa. Quiero dejar constancia de mi reconocimiento a quienes educan siguiendo el impulso de su convicción religiosa y lo manifiestan como un compromiso de la fe profesada.
† Salvador Giménez Valls,
Obispo de Lérida