Mons. Vicente Jiménez Queridos diocesanos: La Iglesia vive de la Eucaristía. La Eucaristía es el manantial y la mesa donde el sacerdote y los fieles alimentan su espiritualidad.
«De la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin” (Vaticano II, Sacrosanctum Concilium, 10).
Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el núcleo del misterio de la Iglesia. Con razón ha proclamado el Concilio Vaticano II que el Sacrificio eucarístico es “fuente y cima de toda la vida cristiana” (Lumen Gentium, 11). “La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo” (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucharistia, 1). Por tanto, la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente en el Sacramento del altar, en el cual descubre la plena manifestación de su inmenso amor.
La naturaleza sacramental de la fe alcanza su máxima expresión en la Eucaristía, que es el precioso alimento para la fe, el encuentro con Cristo presente realmente con el acto supremo de amor, el don de sí mismo, que genera vida. En la Eucaristía confluyen los dos ejes por los que discurre el camino de la fe. Por una parte: el eje de la historia: la Eucaristía es un acto de memoria, actualización del misterio, en el cual el pasado, como acontecimiento de muerte y resurrección, muestra su capacidad de abrir al futuro, de anticipar la plenitud final. La liturgia nos lo recuerda con su “hodie”, el “hoy” de los misterios de la salvación. Por otra parte, confluye en ella también el eje que lleva de lo visible a lo invisible. En la Eucaristía aprendemos a ver la profundidad de la realidad. El pan y el vino se transforman en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, que se hace presente en su camino pascual hacia el Padre: este movimiento nos introduce, en cuerpo y alma, en el movimiento de toda la creación hacia su plenitud en Dios (cfr. Francisco, Lumen Fidei, 44).
El presidente de la celebración eucarística
El sacerdote que preside la Eucaristía en la persona de Cristo es parte de la sacramentalidad litúrgica, es decir, es responsable de un modo de presencia del Señor que se visibiliza y se manifiesta en la palabra, en los gestos y en toda la persona del que “hace las veces de Cristo” ya desde el saludo inicial de la celebración (IGMR 27; 50). El presidente de la Eucaristía es un “instrumento vivo de Cristo” (Presbyterorum Ordinis, 12) en la transmisión de la Palabra y en la comunicación de sus dones. El sacerdote “cuando celebra la Eucaristía, debe servir a Dios y al pueblo con dignidad y con humildad, e insinuar a los fieles, en el mismo modo de comportarse y de anunciar las divinas palabras, la presencia viva de Cristo” (IGMR, 93).
Al sacerdote se le dijo el día de la ordenación cuando el obispo le entregaba el pan y el cáliz: “Recibe la ofrenda del pueblo santo para presentarla a Dios. Considera lo que realizas e imita lo que conmemoras, y conforma tu vida con el misterio de la cruz de Cristo”. Estas palabras contienen una llamada a los sacerdotes a vivir la celebración del Sacrificio eucarístico con una profunda espiritualidad, conscientes del don que han recibido, procurando que la Eucaristía sea en verdad el centro y el fundamento de la jornada y de todas las actividades pastorales del sacerdote (cfr. PO, 5; 18). De ahí que la liturgia, en cuanto ejercicio del sacerdocio de Jesucristo (cfr. SC, 7), constituya el ámbito en el que los sacerdotes han de tener particular conciencia de que son ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios (cfr. 1 Cor 4, 1).
Fidelidad a las normas litúrgicas
Esta actitud ayudará a los sacerdotes a observar las normas litúrgicas con especial amor y respeto, en la certeza de que esta fidelidad redundará en bien de los fieles, los cuales tienen derecho a participar en las celebraciones tal como las quiere la Iglesia, y no según los gustos personales de cada sacerdote como tampoco según particularismos rituales no aprobados o expresiones de grupos, que tienden a cerrarse a la universalidad del pueblo de Dios (Cfr. Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros, 59). No en vano las normas del Misal que regulan especialmente la celebración de la Eucaristía son expresión y garantía de eclesialidad, testimonio de amor hacia el Misterio eucarístico y medio de ayuda eficaz en orden a la participación de los fieles, puesto que el arte de celebrar es la mejor premisa para una activa participación.
Con mi afecto y bendición,
+ Vicente Jiménez
Arzobispo de Zaragoza