Mons. Jaume Pujol El 4 de octubre de 1582 Santa Teresa estaba agonizando en su lecho en Alba de Tormes cuando las monjas que la acompañaban le oyeron este último susurro: «Al fin, Señor, muero hija de la Iglesia».
En el domingo que sigue a la fiesta de la Epifanía la liturgia celebra el Bautismo del Señor. Es el pórtico de los sacramentos, que nos regenera como hijos de Dios, nos reviste de Cristo y nos incorpora a la Iglesia, la comunidad en la que Santa Teresa estaba tan satisfecha de haber vivido hasta el día de su muerte.
El cristiano no es un verso suelto, sino que forma parte de un poema divino. No se salva solo, sino en el seno de una comunidad de creyentes. Somos sociables por naturaleza y Dios mismo ha querido que amarle a Él y a quienes nos rodean sean amores inseparables.
El catedrático Francesc Torralba expone que todo diálogo comienza con el reconocimiento al otro, y cita que el náufrago Robinsón Crusoe, perdido en una isla desierta, no halla interlocutor hasta que encuentra a Viernes. Solo entonces podrá hablar con el indígena, y lo harán estableciendo un sistema de signos comunes que les permitan comunicarse. Harán falta estos signos aceptados por ambas partes para compartir pensamientos y proyectos.
El Bautismo nos introduce en la Iglesia, nos hace hermanos en la misma fe en Jesucristo y nos lleva a compartir el tesoro de bienes y signos que la Iglesia administra y enseña desde su fundación. Y esto sucede a cualquier edad en la que uno recibe el sacramento.
Son frecuentes los bautizos de adultos, como lo eran en la primitiva Iglesia, pero lo habitual y recomendado es que los niños sean bautizados cuanto antes. El Catecismo de la Iglesia Católica señala en su punto 1250: «La Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios si no le administran el Bautismo poco después de su nacimiento». Esta forma de proceder está atestiguada desde el siglo II, pero se remonte a la predicación apostólica.
La oración que Cristo nos enseñó, el Padrenuestro, nos lleva a dirigirnos a Dios en plural. Somos parte de su pueblo, comunidad de bautizados. De razas y colores muy diversos, con formas de pensar distintas, de todas las edades y procedencias, pero el signo de la Cruz nos identifica y el agua del Bautismo nos sumerge en este océano de amor, preludio del amor inefable de la vida eterna.
+ Jaume Pujol Bacells
Arzobispo de Tarragona y primado