Mons. Agustí Cortés Es curioso que unas voces, como la de Jacques Attali, llaman a todos a “Convertirse en uno mismo, con mensajes como las utopías personales son posibles”.
Y otras, como la de A. Ehrenberg, denuncian La fatiga de ser uno mismo. Depresión y ansiedad. Creemos que tienen mejor prensa y mayor aceptación las voces que invitan a romper los límites, apelando al propio espíritu emprendedor, a no resignarse, y elegir la propia vida. Son palabras muy eficaces para estimular el desarrollo… y también muy seductoras. Incluso acertadas, si tenemos en cuenta que, al menos en el caso del autor Attali, de tradición judía, entiende que el llegar a ser uno mismo incluye servir a los demás.
Sin embargo, la intuición del escritor Byung-Chul Han en su libro La sociedad del cansancio da que pensar. La hacemos nuestra, aunque con importantes matices, a la vista de la realidad más concreta: puede resultar insultante para los miles de ciudadanos que sufren el paro laboral, afirmar que la sociedad está enferma de cansancio, víctima de la auto-exigencia y de la obsesión por el rendimiento. Muchos querrían padecer esta enfermedad y no pueden.
También es verdad que, incluso los parados, son víctimas de ella, pues al sufrimiento elemental de no trabajar y no ganar dinero, se añade la tensión interior de sentirse miembro de la clase “no productiva”, el colectivo estigmatizado de los que no rinden…
¿Hay antídotos para la enfermedad del cansancio?
Cualquiera puede responder que el antídoto, lógicamente, del cansancio es el descanso. Esto funciona bien cuando se trata de un cansancio físico o psicológico: nadie considera una enfermedad cansarse después de un esfuerzo, o tener hambre. Todo se soluciona con descansar y comer. El problema del cansancio social es que tiene su origen en algo interno, alimentado por uno mismo. Sin dejar el símil de las patologías médicas, se trata, no de una enfermedad vírica (un elemento extraño que se introduce en el organismo), sino de una enfermedad parecida a una indigestión por exceso, o a un cáncer que multiplica las células de manera incontrolada e ilimitada. Es la enfermedad de creerse y exigirse un “poder y un rendimiento sin límites en nombre de la iniciativa personal”. Uno tiene la sensación de ser libre al no someterse a la voluntad de otro, pero acaba siendo más esclavo al exigirse a sí mismo un rendimiento imposible.
Quienes vivimos inmersos en el ritmo del Año Litúrgico comprenderemos la oportunidad de estas reflexiones. Porque nos encontramos en aquel tiempo enmarcado entre la celebración de Todos los Santos (“los triunfadores”), el día de difuntos (víctimas de los límites humanos), la fiesta de Cristo Rey (juez victorioso de toda la historia al final del tiempo) y el inicio de un nuevo año con el reestreno de la esperanza. Si una de las finalidades del Año Litúrgico es santificar, sanar, el tiempo, dando color y sabor de gracia al mero transcurrir de las horas y los días, podríamos esperar de su celebración un alivio o un remedio eficaz para aquellas enfermedades.
Fijamos nuestra mirada en el Cristo glorioso que viene al final de los tiempos para concluir la historia. Lo contemplamos, no como un punto final en el que todo se acaba, sino como una cima, en la que todo lo bueno se cumple. Cristo es la plenitud de la vida humana, el momento en que todo lo realmente humano alcanza su plenitud.
Por eso, la verdad, la saciedad y la plenitud están al final. El imperativo de “ser uno mismo”, rendir y “auto-realizarse”, no se cumplirá como una exigencia de una ley propia o ajena, sino como un don. Vendrá, eso sí, para quien lo busque día a día, con responsabilidad y paz, aceptando los límites y sin desfallecer, como quien teje una tela y plasma en ella un bordado con mirada paciente y contemplativa, dejándose llevar por la mano de aquel que sabe y da acabamiento al trabajo.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat