Mons. Agustí Cortés Aquella figura de la familia “estresada y estresante”, con hijos constantemente ocupados, sometidos a una incesante actividad, cuyos padres no tienen tiempo para nada que no sea alcanzar la cota de rendimiento que les exige el trabajo profesional, no es una caricatura. Es la punta del iceberg de un estilo de vida generalizado.
Tomo el encabezamiento de este pequeño escrito del título de un lúcido ensayo del filósofo coreano Byung-Chul Han: La sociedad del cansancio. Este profesor realiza un diagnóstico clarividente del estado de ánimo de nuestro mundo occidental, aunque puede resultar extraño y contrario a los mensajes que escuchamos habitualmente: su tesis es que hoy la persona humana es víctima de su propia auto-exigencia, de la auto-imposición del máximo rendimiento en todo. Nos engañamos a nosotros mismos, creyéndonos libres y poderosos, hasta llegar al agotamiento y, en muchos casos, a algún tipo de neurosis. Creemos habernos liberado de una explotación ajena, económica o política, pero somos víctimas de una auto-explotación, causada por el mito del máximo rendimiento.
Ciertamente oímos un mismo mensaje, repetido hasta la saciedad, quizá con la buena intención de contagiar ilusión y favorecer el desarrollo. Funciona en el mundo deportivo (por ejemplo en las últimas olimpíadas), en el mundo económico (premios a grandes emprendedores, campañas de apoyo a la iniciativa en los negocios) y el mundo político (eslogan del Presidente de EEUU, nombre de partidos políticos): “tú puedes, todos podemos, basta con que queramos, nos lo propongamos y pongamos los medios; no pongas límite a tu ilusión…”
Cerca de la Casa de la Iglesia se puede leer en una valla un grafiti curioso:
“No sé por qué el mundo se empeña en ponerme límites: donde tú pongas el cielo, yo pondré mis pies”.
Ignoramos de dónde ha nacido esta frase, pero es genial. Permite diversas interpretaciones; una de ellas sería una confirmación de lo que venimos diciendo. Sería un espejo fiel de lo que siente hoy una mayoría de nuestros contemporáneos. Los límites y las exigencias vienen de fuera (explotación), las posibilidades ilimitadas radican en la propia libertad y el propio poder.
Hasta aquí, esta manera de pensar consideramos que es errónea. Pero lo peor es la consecuencia que de ello se sigue: todo ha de salir de uno mismo, de las propias fuerzas… y si no sale nos vemos abocados a la depresión, al desánimo, a la inanición. El autor citado identifica tres enfermedades contemporáneas junto a la conocida depresión: el déficit de atención por hiperactividad, el trastorno límite de la personalidad y el síndrome del desgaste ocupacional.
Concluimos el Año Santo de la Misericordia, no porque a Dios se le haya agotado la paciencia y haya puesto un límite a su perdón, sino porque nuestras celebraciones litúrgicas son siempre acentos, subrayados, concentración, expresión particular en el tiempo, del misterio eterno. Este misterio es como esas fuentes que manan sin cesar, día y noche, a prueba de años de sequía, ofreciéndose generosas al caminante sediento. Este año hemos sido más conscientes de nuestra sed de misericordia y hemos bebido, agradecidos y esperanzados.
Pero, ¿quién puede disfrutar de esta alegría? Sin duda no podrá quien piensa que él mismo es la fuente y que no necesita recibir perdón de nadie. Como ocurre cuando vamos al médico, antes del tratamiento curativo hemos de reconocer la enfermedad y acertar en el diagnóstico. Ello requiere una buena dosis de humildad, precisamente lo que le falta al autoexigente engreído.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat