Mons. Jaume Pujol El 13 de diciembre de 2015, me correspondió abrir la Puerta Santa de la Catedral como inicio del Año Jubilar de la Misericordia, y de rodillas recé: «Esta es la puerta del Señor. Abriré las puertas de la justicia. Entro en vuestra casa, Señor».
Durante todo este tiempo hasta hoy, cuando estamos a punto de clausurar el Año Santo en nuestra Archidiócesis, nos hemos refugiado efectivamente en la Casa de Dios, que es su corazón misericordioso; del Dios que es amor, revelado en Jesucristo, del que su prolongación en la tierra es la Iglesia.
La Iglesia no es una invención humana; es el cuerpo místico de Cristo, en expresión de San Pablo. Y aunque Jesús corrigió a la Samaritana diciendo que a Dios no se le adora en un monte, como hacían los de su país, ni en Jerusalén, como decían los judíos, sino «en espíritu y verdad», desde los primeros momentos los cristianos se reunían para «la fracción del pan» y la oración en común, en casas o en catacumbas, y cuando fue posible en templos.
No es casual que a estos espacios de celebración y plegaria que son las parroquias, se les llame también iglesias. Las iglesias son parte principal de la Iglesia, y a todos corresponde cuidarlas, pero no son solo edificios, sino la comunidad, las piedras vivas que constituyen los fieles.
El Día de la Iglesia Diocesana, que celebramos hoy, está destinada a ayudar al sostenimiento de las necesidades de la archidiócesis, que son muchas, todas relacionadas con la misericordia que ha sido objeto de contemplación en este Año Santo: evangelizar, cuidar de los pobres y necesitados, atención sacerdotal, celebraciones litúrgicas, centros de formación, conservación del patrimonio y múltiples servicios sociales destinados a personas de toda edad, desde los recién nacidos hasta los ancianos, acompañándoles a nacer y a morir.
La Iglesia debe autofinanciarse, y lo hace cuando los católicos –y otros que no lo son- marcan una cruz en la declaración de la renta, pero la cuantía que se recauda en este concepto no alcanza a todas las necesidades, que mientras haya pobres siempre serán mayores que las disponibilidades. El Día de la Iglesia Diocesana es una buena ocasión para completar los ingresos que no son fruto sólo de un cálculo económico, sino manifestación de fraternidad. Ya en el primer siglo del cristianismo unas Iglesias ayudaban a paliar la pobreza de otras, y así las comunidades gozan de este intercambio de bienes propios de una familia, que esto es la Iglesia: la familia de los hijos de Dios.
+ Jaume Pujol Bacells
Arzobispo de Tarragona y primado