Mons. Agustí Cortés Cada año la Jornada Mundial de las Misiones nos hace despertar pensamientos y sensibilidades que quizá permanecen dormidas a nuestra inconsciencia. De su sueño letárgico somos a menudo responsables y hemos de agradecer que los misioneros nos despierten con su grito profético.
Es el caso de la Jornada del Domund de este año, que lleva por lema aquel mandato de Dios a Abraham Sal de tu tierra. La cita completa es: “Sal de tu país, de tu familia y de la casa de tu padre, hacia el país que yo te indicaré” (Gn 12,1). Esta llamada encaja en la invitación a salir que el Papa Francisco hace repetidamente a la Iglesia: nos dice que hemos de ser una Iglesia “en salida”. Es un llamamiento, por otro lado, muy oportuno por el hecho de que los misioneros son aquellos que efectivamente han salido, dejando la propia tierra para ir lejos, movidos por lo que ellos han discernido que era la voluntad de Dios. Ellos son quienes han hecho caso literalmente a esta llamada. Les hemos de agradecer que, al menos, sean ellos la Iglesia misma que sale, obedeciendo Dios.
Pero nosotros nos quedamos aquí. ¿Qué significado tiene esta invitación para nosotros? ¿También nosotros tenemos que salir dejando nuestra tierra?
Sin duda este mandato tiene un significado importante y profundo. Pensamos en el que quiere decir “tu tierra”. Quiere decir obviamente el espacio físico donde vivimos. Según este significado el llamamiento no tendría demasiada trascendencia, dada la gran movilidad que hay hoy a la sociedad: las fronteras físicas parecen disolverse. Pero en realidad no se disuelven tanto como lo parece, si tenemos presente un significado espiritual o simbólico del mandato de Dios.
Nos explicamos. “Nuestra tierra” es todo aquello que consideramos nuestro, de nuestra propiedad; todo aquello que nos pertenece por derecho, que hemos heredado o que hemos conquistado con nuestro poder; que nos da seguridad, tranquilidad, bienestar, categoría e incluso, en sentido positivo, autoestima e identidad psicológica y social. Preservar todo esto nos parece natural. Pero tenemos que hacer dos observaciones.
La primera es que a menudo preservar todo esto que tenemos se convierte en un absoluto y un movimiento egoísta. De hecho se dan otras fronteras más importantes, más poderosas, más consistentes, que provocan muros cada vez más compactos e insalvables. Son las fronteras que rodean “nuestra tierra”, protegiéndola y preservándola de cualquier agresión externa. A causa de estas fronteras quizás preservamos lo nuestro, pero tampoco salimos nosotros: estamos enfermos de un doble miedo, miedo a que nos tomen lo nuestro, y miedo a perdernos nosotros en la salida. Entonces, la llamada de Dios llega a ser un grito profético contra una vida construida a base de castillos herméticos e inexpugnables.
La segunda advertencia es que, si el movimiento de proteger y defender “lo nuestro” es natural, el llamamiento del Dios de Jesucristo va siempre más allá de lo meramente natural. En esto consiste su novedad revolucionaría. No sólo nos dice que derribar muros y salir de nuestra tierra es humanamente bueno, sino también que hay una realidad y un motivo que hace de lo humano y natural un bien relativo. Esta realidad y motivo más fuerte es el amor de Dios vivido en la tierra, tal como nos mostró Jesucristo.
Un verdadero misionero es una persona sin fronteras. Saliendo de su tierra como “suya”, ha superado todo muro y toda distancia, podemos decir que ha relativizado todo límite, porque en él pesa mucho más el absoluto del amor de Dios, que es universal y concreto. El misionero sale impelido por este amor, buscando aquel que más necesita conocerlo y disfrutarlo.
No todos haremos lo mismo. Pero todos tenemos que participar de la salida misionera, también prefiriendo el amor universal de Dios a todo aquello que tenemos como tierra de nuestra propiedad.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat