En esta semana son dos los personajes que centran nuestra atención, el pobre Lázaro y el anónimo rico epulón. Bastará estar atentos a la parábola para ver la dramática e injusta situación. Al final del texto, y sin entrar en detalles, se dice que el uno y el otro murieron, los ángeles llevaron a Lázaro al seno de Abraham, mientras que el rico se encontró en un lugar de tormento. La descripción de la vida de este hombre rico era tremenda, vivía de espaldas a todos y a todo, muy lejos de una vida espiritual, en el puro materialismo y en un total egoísmo; no ha tenido caridad, no ha mostrado misericordia; tampoco se tomó en serio ni a Moisés ni a los profetas y al negarse a escucharles también tenía cerrados los oídos a la conversión; además no dio muestras de arrepentimiento, ni siquiera llegó a sacrificar el presente por el futuro, como en el caso de la parábola del administrador injusto. El rico no aparece condenado por ser rico, sino porque no fue capaz de ayudar al pobre, que se estaba muriendo de hambre a su puerta. La falta de corazón separa a los hombres. Se puede llegar a una conclusión después de su lectura: que el verdadero pobre es el rico, porque no ha llegado a comprender la grandeza del amor, está imposibilitado para amar. Le pide a Abraham que vaya Lázaro a darle agua o a avisar a los suyos; la respuesta fue contundente, se le dice que lo que pide es imposible, porque ya hay un abismo insuperable; y esto no ha sido un castigo momentáneo, porque ese muro ya lo había fabricado el rico durante su vida, no dejó en vida ninguna posibilidad para que se acercara nadie. Esto es para pensarlo bien; al rico epulón se le niega la misericordia, “porque en su vida no quiso ser misericordioso”, comenta San Agustín.
Las consecuencias de esta catequesis aclaran muchas cosas para revisar el estilo de vida de un cristiano. Lo primero que debemos hacer es abrir los oídos para escuchar a Dios; segundo, tener compasión y vivir con caridad; tercero, hacer un examen de conciencia y convertirnos, aunque padezcamos una larga lucha; y cuarto, confiar sin vacilar en Dios. Al deber del amor tenemos que responder siempre con amor y con caridad. Los otros no deben estar a nuestra espalda, hay que darse la vuelta para verles cara a cara y tender la mano.