Mons. Agustí Cortés Estamos plenamente convencidos de que hemos sido hechos no para la soledad, sino para la relación con los otros.
Uno planifica las vacaciones incluyendo el encuentro y la convivencia con familiares y amigos. El trato con las personas a quienes nos unen lazos y afinidades nos satisface. Efectivamente, ese trato forma parte del descanso.
Sin embargo, tenemos también noticias contradictorias sobre ello. No es infrecuente el caso de matrimonios o familias que acaban las vacaciones enfadados y tristes, con unas ganas locas de volver a la vida normal: la intensidad y el tiempo de convivencia no han hecho más que reavivar las diferencias, la dependencia mutua, los fallos y las manías, la presencia constante del otro, los diálogos forzados, etc. Al mismo tiempo también forma parte de las vacaciones la participación en actos festivos multitudinarios, en los que uno se siente envuelto en una atmósfera común de entusiasmo, pero que dejan un mal regusto: la alegría de esos momentos dura hasta que concluye la fiesta, y luego da paso a un cansancio depresivo. También los viajes en transporte público, frecuentes en vacaciones, aportan experiencias de inserción en grandes grupos, pero produciendo sensaciones extrañas de masificación y gregarismo.
No todo contacto personal, no toda compañía, nos satisface.
Podemos seleccionar los amigos, especialmente en tiempo de vacaciones. ¿Es egoísmo? ¿Es que en realidad siempre somos egoístas y en las vacaciones se manifiesta ese egoísmo de una manera más patente, por el hecho de que entonces podemos elegir con mayor libertad? La verdad es que el trabajo y la vida cotidiana nos imponen una serie de relaciones forzadas, y las vacaciones proporcionan un margen mucho más amplio de iniciativa personal; y es entonces, en la opción autónoma, cuando mostramos, quizá sin darnos cuenta, lo que llevamos dentro, es decir, los criterios y valores que desde el interior rigen nuestra vida personal.
Si nos fijamos bien, veremos que el problema no es solo con quién nos juntamos, sino también de qué manera lo hacemos. Ya nos da qué pensar el número y el tipo de personas con quienes tratamos, pero aún más nos ha de preocupar la calidad de nuestra relación: qué buscamos en el encuentro, cómo lo vivimos, qué significa realmente para nosotros… Esto es tan importante que si acertamos en la respuesta a estas preguntas no importará tanto la persona con quien nos relacionemos, y si son muchos o pocos nuestros interlocutores, o si les tratamos en una u otra circunstancia.
Podríamos formular un lema que guíe nuestra vida en vacaciones: “aprovechemos el tiempo para el encuentro personal”. Se nos ocurren algunas recomendaciones:
– Comencemos por los que están más cerca: su proximidad física no garantiza su cercanía en el corazón.
– Que no consideremos a nadie tan extraño y distante que no merezca nuestra acogida, nuestro interés y atención.
– Miremos la singularidad de cada uno: nadie puede ser un mero número de un colectivo, cada uno tiene su historia, sus sufrimientos y sus valores.
– Observemos y escuchemos más que hablemos, recibiendo al otro con realismo, como alguien que posee sus propios valores, aunque permanezcan ocultos tras las limitaciones, que sin duda arrastrará.
Mucho nos aprovechará la oración, el diálogo de amor con quien hace salir el sol sobre malos y buenos, justos e injustos. El buen orante crea siempre a su alrededor una atmósfera de hermandad y amistad, porque ha aprendido a amar de Dios mismo.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat