Mons. Ricardo Blázquez El Papa ha celebrado los días 10 y 11 de junio el Jubileo de los Enfermos; en nuestra Diócesis lo Celebramos el día 1 de mayo, coincidiendo con la Pascua del Enfermo. Recojo a continuación, básicamente, la homilía de aquella fiesta que tuvo lugar en el Santuario del Sagrado Corazón.
En esta oportunidad quiero saludar a los enfermos que participan en la celebración y a todos los enfermos de nuestra Diócesis para que el resplandor del Resucitado los ilumine en su cruz, que tiene también forma de silla de ruedas y de cama. En la oscuridad de la enfermedad y del dolor puede penetrar la luz de la Pascua. Saludo también a los familiares y cuidadores de los enfermos; quiero que mi respeto y afecto llegue al personal sanitario; manifiesto mi gratitud a la Delegación de Pastoral de la Salud y a todos cuantos participan en este campo precioso de la misión de la Iglesia. Estamos reunidos en este templo emblemático de la Diócesis acogiéndonos a la bendición del Señor que con sus brazos extendidos y con su corazón palpitante nos custodia.
Los enfermos, junto con los pobres, los excluidos y los pecadores, fueron destinatarios privilegiados de Jesús tanto en su palabra, como en su cercanía como en sus milagros. La curación restituye a los enfermos a la vida sana y a la comunicación en la sociedad; era también la curación signo de la salvación, ya que enfermamos en el cuerpo, en el corazón y en la relación con Dios, que prepara para nosotros una morada eterna donde no habrá llanto ni dolor (cf. Ap. 21,4). Continuáis, queridos colaboradores en la pastoral de la salud, una veta muy entrañable del ministerio de Jesús que pasó haciendo el bien y curando (cf. Act.10,38) Estáis llamados a prolongar el servicio de la misericordia de Dios y a ser mensajeros de su compasión.
Necesitamos frecuentemente recuperar el sentido original de las palabras para que el uso no desgaste su vigor. Las palabras misericordia y compasión tiene significados colindantes. “Miseri-cordia” significa poner el corazón junto a los marcados por la miseria, indigentes, desgraciados, abandonados, enfermos, descartados. No basta una atención correcta profesionalmente y humanamente respetuosa; la misericordia implica poner en acción también la ternura y la cordialidad. Dios nos ha visitado con su “misericordia entrañable” (Lc. 1, 78). La palabra “compasión” (com-pasión) significa sufrir con el que sufre (Cf. Mt. 14,14; Rom.12,15). Debemos acercarnos con humildad al enfermo; al golpeado por la dureza de la vida no podemos contemplarlo desde lejos y como desde arriba; hay que aproximarse a él y compartir su situación. Ejemplo de compasión es María junto a la cruz de su Hijo; el dolor del Hijo repercute en el corazón de la Madre; ambos están unidos en el amor y en dolor.
En la parábola, llamada del padre bueno o del hijo pródigo (cf. Lc. 15, 11-32) aprendemos una lección fundamental, a saber, la misericordia integra; el orgullo, en cambio, excluye. Cuando el padre divisa a lo lejos a su hijo que vuelve lleno de harapos corre a su encuentro, lo besa efusivamente y prepara un banquete; lo reintegra en su familia y lo restituye en la dignidad de hijo. El padre compasivo acoge al hijo perdido y prepara la fiesta del perdón y de la alegría. El hermano mayor cuando vuelve del campo y se entera de lo que ocurre no quería entrar en la casa ni participar en la fiesta. Se encara al padre y rechaza al hermano. El, que nunca ha desobedecido una orden de su padre, que siempre ha sido intachable en su conducta, no ha recibido ni un cabrito para comerlo con los amigos. El padre compasivo reintegra, el hermano, que se consideraba perfecto excluye; rechaza al hermano, se enfrenta al padre y le recuerda que su proceder no es justo, que su misericordia es inaceptable. Confío que en nuestra acción pastoral podamos transparentar también la misericordia de Dios Padre y de su Hijo Jesucristo.
Hay acontecimientos que a todos nosotros nos desbordan, nos interrogan, nos “descolocan”, nos sumergen en la oscuridad y tristeza. ¿Por qué esto ahora, a mí, de esta manera? Nos cuesta trabajo encajar estos hechos rebeldes. En tales situaciones puede acecharnos la tentación de pedir cuentas a Dios e incluso de acusarle. Yo pido que entonces con las preguntas que los acontecimientos nos plantean nos dirijamos a Dios en oración para preguntarle humildemente no orgullosamente: ¿Qué significa esto, Señor? ¿Qué quieres decirme? ¿Qué mensaje me traes siendo tú bueno y yo criatura de tus manos e hijo de tu amor? Poco a poco el Señor irá iluminando los hechos y nuestro espíritu irá hallando sosiego. Si Dios ilumina nuestra enfermedad y nosotros aceptamos los caminos del Señor, llega la calma y con la calma la victoria sobre la enfermedad. La paz de Dios apacigua también los cuerpos heridos.
No quiero terminar sin recordar una perspectiva del Evangelio que es fundamental y muy elocuente en nuestra misión con los enfermos. El paso del tiempo va dejando su huella; primero para subir y, después de un lapso de tiempo más o menos largo, para descender; e inevitablemente somos confrontados ante el límite, ante el término, ante la muerte. La muerte es sólo morir, es atravesar una puerta como a la deriva para entrar en la eternidad. Pero unidos a Jesucristo que murió y resucitó cruzamos esa puerta. “En la vida y en la muerte somos del Señor. Para esto murió y resucitó: para ser Señor de vivos y muertos” (Rom.14,8-9). La muerte no es el adiós definitivo, ni la inmersión en el vacío, ni la disolución en la nada. La luz de la comunión con Cristo muerto y resucitado debe alumbrar diariamente nuestro camino y su resplandor puede iluminar también las tinieblas de la muerte.
Nuestro destino es vivir y ser eternamente felices con Dios.
+ Ricardo Blázquez
Cardenal Arzobispo de Valladolid