Mons. Vicente Jiménez Queridos diocesanos:
En esta breve carta pastoral quiero ofrecer unas reflexiones sobre la fe de la Iglesia.Cuando renovamos las promesas bautismales, concluimos con esta frase: Esta es nuestra fe. Esta es la fe de la Iglesia que nos gloriamos de profesar en Cristo Jesús, Señor Nuestro. Amén.
Los domingos, en la Santa Misa, recitamos el “Credo”. Nos expresamos en primera persona, pero confesamos comunitariamente la única fe de la Iglesia. El “creo” pronunciado singularmente se une al de un inmenso coro en el tiempo y en el espacio, donde cada uno contribuye, por así decirlo, a una concorde polifonía en la fe.
El Catecismo de la Iglesia Católica sintetiza de modo claro así: “Creer es un acto eclesial. La fe de la Iglesia precede, engendra, conduce y alimenta nuestra fe. La Iglesia es la Madre de todos los creyentes. «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre» [San Cipriano]” (n 181). Por tanto, la fe nace en la Iglesia, conduce a ella y vive en ella. Esto es importante recordarlo.
En los comienzos de la Iglesia, cuando el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles, el día de Pentecostés (cfr. Hc 2, 1-13), la Iglesia naciente recibe la fuerza para llevar a cabo la misión que le confió el Señor resucitado: difundir en todos los rincones de la tierra el Evangelio.
La Iglesia desde el principio es el lugar de la fe, el lugar de la transmisión de la fe, el lugar donde, por el Bautismo, se está inmerso en el Ministerio Pascual de la muerte y resurrección de Cristo, que nos libera de la prisión del pecado, nos da la libertad de hijos y nos introduce en la comunión con el Dios Trinitario.
Existe una cadena ininterrumpida de vida de la Iglesia, de anuncio de la Palabra de Dios, de celebración de los sacramentos, que llega hasta nosotros y que llamamos Tradición. Ella nos da la garantía de que aquello en lo que creemos es el mensaje originario de Cristo, predicado por los Apóstoles. El núcleo del anuncio primordial, que es el acontecimiento de la muerte y resurrección apostólica, expresada de un modo especial en los libros sagrados, se ha de conservar por transmisión continua hasta el final del tiempo” (Dei Verbum, 8). De tal forma que si la Sagrada Escritura contiene la Palabra de Dios, la Tradición de la Iglesia la conserva y la transmite fielmente a fin de que los hombres de toda época puedan acceder a sus inmensos recursos y enriquecerse con sus tesoros de gracia. Así, la Iglesia con su enseñanza, su vida, su culto, conserva y transmite a todas las generaciones lo que es y lo que cree.
Dimensión social y pública de la fe
La tendencia, hoy difundida, a relegar la fe a la esfera de lo privado contradice su naturaleza misma. Cuando algunos quieren reducir la fe a la esfera de la vida privada y tratan de neutralizar su influjo en la sociedad, en las costumbres y en las leyes, es necesario que los cristianos manifestemos en público nuestra fe, sin imposiciones arrogantes, pero con firmeza y resolución.
No dejemos que la fe sea relegada al ámbito de lo irrelevante o a las sacristías, para que otros construyan la ciudad terrena como si Dios no existiera. Un mundo que se construye sin Dios es un mundo que se construye contra el hombre. Y no permitamos que el honor de Dios y el bien del hombre estén ausentes de la vida pública. ¿Cómo defender y cómo reforzar nuestra identidad católica en la sociedad posmoderna que quiere hacernos “invisibles” en cuanto cristianos?
Hoy más que nunca se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte conciencia de su vocación y misión. Y ha llegado el momento de liberarnos de nuestros complejos de inferioridad respecto al mundo así llamado laico, para ser atrevidamente nosotros mismos, discípulos misioneros de Cristo. El que es creyente no debe actuar como si no lo fuera. Debe notarse que lo es y debe defender su visión creyente de la vida allí donde se encuentre.
Con mi afecto y bendición,
+ Vicente Jimémez
Arzobispo de Zaragoza