Mons. Agustí Cortés No recuerdo quién dijo que la democracia era el régimen político que convertía, a todos, de siervos en señores. Porque eso es lo que significa la palabra “democracia”: el poder en manos del pueblo.
Ahora bien, ¿qué es o quién es el pueblo? ¿Todos y cada uno de los ciudadanos, la suma de todos, individuos con sus particulares intereses y su manera propia de ser? ¿Una entidad que está por encima de todos y engloba a todos, anulando las individuali-dades?
A veces escuchamos a los políticos que nos dicen: “El pueblo se ha pronunciado y nos ha encargado…”. Esta expresión supone que el pueblo es algo más que la suma de todos los individuos, es decir, que hay una especie de sujeto que piensa y decide, una personalidad con voluntad única… Esto hoy es decir mucho. ¿Qué tenemos en común todos los que votamos en las urnas, más allá del carnet de identidad que nos acredita como ciudadanos?
Así y todo, quienes intentamos iluminar las cuestiones sociales desde el Evangelio y quienes compartimos los mismos principios humanistas, afirmamos que al menos poseemos la misma dignidad como personas. Como dijo el concilio Vaticano II, el ser humano tiene tal dignidad que “es la única criatura a quien Dios ama por ella misma”. De ahí derivan todos sus derechos (y deberes) en cualquier ámbito de la vida. En el terreno de la política, la democracia es, hoy por hoy, el régimen que más se ajusta al respeto hacia esos derechos. La democracia es el régimen que reconoce el derecho de todos y cada uno a decidir sobre su destino político.
Lo que ocurre es que todos y cada uno hemos de estar a la altura de esta especie de “señorío”. Este “señorío” significa muchas cosas. Entre ellas, la capacidad para discernir una política y otra; la voluntad de implicarse en la tarea de construcción social; saber aceptar el derecho del que piensa distinto; y, sobre todo, una condición bastante más difícil, es decir, querer pensar, no sólo en uno mismo, sino también en la colectividad, eso que llamamos “pueblo”, dentro del cual se encuentran esos hermanos nuestros que son los más pobres y necesitados…
Por eso, a la hora de pensar en el compromiso político, y especialmente, a la hora de ejercitarlo votando en las urnas, por un lado hemos de hacer un esfuerzo para estar bien informados, decidir con inteligencia y responsabilidad, hacer respetar la opinión propia y aceptar la del otro. Pero, sobre todo, un creyente está comprometido a algo más: se ha de sentir interlocutor de Dios en un diálogo semejante al de Caín con su Creador:
“Entonces el Señor preguntó a Caín: ¿Dónde está tu hermano Abel? Caín contestó: No lo sé. ¿Acaso es mi obligación cuidar de él?” (Gn 4,9)
Esta es la gran cuestión: ¿qué tengo que ver con mi hermano? Cada uno defiende sus propios derechos y trata de satisfacer sus necesidades, lo cual no es ilegítimo. Pero a los ojos de Dios no somos individuos aislados; y pensar y decidir en política con los ojos de Dios supone sentirnos pueblo, responsables unos de otros, especialmente cercanos a los más necesitados. ¿Acaso no son ellos “más pueblo”, en sentido amplio, aunque no pertenezcan precisamente a las clases sociales más integradas?
Podemos decir que Dios cuenta con nuestro voto.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat