Mons. Agustí Cortés Como decimos, la mirada cristiana sobre la política, no solo desmitifica, no solo permite abstenerse de pedir a la política lo que ella no puede dar, sino que también devuelve a la política el valor que se merece. Más aún, la fe cristiana defiende la política y proclama la dignidad del servicio que ella entraña.
Es tanto lo que los cristianos esperamos de la política, que a veces, sentimos un cierto reparo a utilizar el lenguaje que la Doctrina Social de la Iglesia ha utilizado para designar el cometido de los políticos. Es lo que nos ocurre cuando escuchamos que la acción política ha de estar al servicio de la “civilización del amor”.
Juan Pablo II, en su encíclica Centesimus annus decía:
“El principio que hoy llamamos de solidaridad, León XIII le ponía el nombre de ‘amistad’, y Pío XI lo llamaba ‘caridad social’, mientras que Pablo VI, a la vista de las actuales dimensiones de la cuestión social, habla de ‘la civilización del amor’”
Esta expresión, “civilización del amor”, creada por el beato Pablo VI y difundida universalmente, designa toda una cultura, una forma de vida, que se construye con la aportación de todos y cada uno de los ciudadanos. Pero quienes ostentan el poder político tienen en ello una responsabilidad preeminente. Porque de los políticos depende en gran medida la organización social, la economía, la cultura y, sobre todo, la preservación y el fomento del bien común.
Lo que ocurre es que a la hora de ir ante un político para invitarle a que trabaje por la civilización del amor, sabiendo hasta qué punto él está inmerso en la compleja lucha de poder, uno se siente como San Francisco ante el Sultán, cuando le pedía que no hiciera la guerra y se convirtiera a la paz de Cristo… ¿Inoportuno, ridículo, ignorante, idealista? Muchos poderosos al escuchar estas palabras miran con una sonrisa irónica y benevolente: “está bien, muy bonito, pero ¿qué sabrás tú de política?”
No son pocos quienes proclaman y siguen reivindicando la civilización del amor. Juan Pablo II invitaba a los jóvenes a que se adhirieran comprometidamente con ella. En América Latina, desde el Documento de Puebla, existen grupos y movimientos que asumen la civilización del amor como misión y compromiso. Al menos podemos decir que el amor no puede ser extraño a la política. Jean Guitton citaba al filósofo Leibniz, diciendo:
“La posición del otro es el verdadero punto de vista en la política y en la moral; él llamaba esta salida de sí para adoptar, al menos un instante, el punto de vista de un interlocutor, simplemente “amor”
Al menos para los cristianos, el amor ha de estar presente en la motivación, en el objetivo y en el modo de la acción política. Un cristiano ha de comprometerse en política por amor, ha de intentar crear una sociedad donde el amor sea posible y rija como suprema regla de convivencia y ha de utilizar los modos más próximos al amor.
Bien entendido que el amor cristiano supone y supera la estricta justicia.
La autora francesa Veronique Albanel, estudiosa de Hannah Arendt, ha publicado un trabajo titulado “Gobernar en política: una experiencia espiritual en plural”. Es una intuición osada, que nos hace pensar. ¿Por qué no hablar de la espiritualidad de los políticos, cuando el Espíritu Santo quiere animar absolutamente todo lo humano, desde el dinero hasta la creación artística, desde el deporte hasta la ciencia y el pensamiento? Todo un reto, eso de tener y ejercer el poder político amando.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat