Mons. Francesc Pardo i Artigas En la celebración eucarística de hoy, tras la segunda lectura, la liturgia de la Iglesia nos propone pedir la venida del Espíritu Santo con un himno o secuencia, que nos recuerda la necesidad del Espíritu y de su acción, y nos indica algunos de sus efectos.
Es un himno llamado Padre de los pobres, y por ello, como pobres, le pedimos sus dones.
Es el sol que ilumina el corazón, y consiguientemente se desea su luz divina, para que nos ilumine y, al mismo tiempo, ser luz para todos. Recordemos las bellas y significativas imágenes que nos describe Jesús: “Yo soy la luz del mundo, para que no caminéis en medio de tinieblas… Vosotros sois la sal y la luz”.
Es invocado como quien consuela, dulcísimo refrigerio, el que habita en el alma. Es decir, es el que consuela y a quien acogemos como dulcísimo refrigerio. Si habéis vivido la experiencia de haber sido consolados en momentos difíciles de la vida, entenderéis la importancia que tiene contemplarlo como el que consuela. Se agradece tanto una palabra de consuelo, un apretón de manos, un abrazo, una presencia silenciosa, unas líneas afectuosas en los momentos en que parece que hayamos entrado en agujeros negros de la vida… El Espíritu nos consuela en nuestras aflicciones, incluso en aquellas que nadie conoce.
Nos conforta en los trabajos, en las penas, atempera las tensiones.
El trabajo diario desgasta, cansa, pude aburrir, y se necesitan incentivos para no desfallecer. El Espíritu no es un incentivo más, sino quien conforta cuando el trabajo nos fatiga, cuando nos produce estrés, ya sea por el tipo de trabajo, por la rutina, por la cantidad o por ansiedad. Muchos pensareis que, en estos momentos, tener trabajo es una suerte y que la pena de no poder tenerlo es muy honda por lo que significa para la propia dignidad y responsabilidad. En esta pena y en tantas otras, el Espíritu nos consuela, en el sentido de no dejar que nos hundamos, de no considerarnos inútiles, sin dignidad ni valor. Somos mucho más que el trabajo, pese a que sea tan necesario. Somos mucho más que los sentimientos producidos por las diversas penas. Somos mucho más que el hombre trabajador que sufre. El Espíritu nos ayuda a vivirlo. Es socorro divino que transforma en bien nuestra condición de fragilidad.
Lavad todo cuanto no está limpio. La suciedad no existe solo fuera de nosotros, sino también en nosotros. El Espíritu lava a cuantos no estamos limpios y todo cuanto no está limpio.
Regad lo que está seco. A semejanza de lo que pasa con la naturaleza necesitada de agua, ciertos días manifestamos “estar muy secos”, de ilusión, de ánimos, de ganas, de seguir adelante con nuestras responsabilidades. El Espíritu es el agua que nos suaviza.
Curad toda enfermedad. Somos conscientes que nos pueden asaltar enfermedades de muchas clases. Algunas provienen de “aquellos malos espíritus” que siempre nos asedian. El Espíritu es quien los puede vencer y sanarnos. Nos endulza cuando corremos el peligro de ser ásperos, malhumorados, intratables. Nos calienta cuando la frialdad del desamor a Dios y a los demás, agarra nuestro corazón. Nos rige cuando con frecuencia, nos desviamos y queremos seguir atajos fáciles y atrayentes para conseguir más vida, más felicidad, más realización, y olvidamos el camino seguido por Jesús que debemos seguir como discípulos.
Dadnos a los fieles confiados, vuestros dones, el mérito de la virtud, el camino de la salud, la alegría inmortal y plena.
+ Francesc Pardo i Artigas
Obispo de Girona