Mons. Agustí Cortés Los dos últimos papas, Benedicto XVI y Francisco, nos han invitado insistentemente a vivir nuestra fe con esperanza y alegría. Lo han hecho porque estamos tentados de seguir una religiosidad más proclive al dolor y a la tristeza, que al entusiasmo y el gozo. La fe cristiana no es así. En su centro, ciertamente, está lo que llamamos “el Misterio Pascual”, que es Muerte y Resurrección. Pero lo definitivo, la última palabra, el sentido y el objetivo de todo lo demás, no es la muerte, sino la resurrección.
Podemos decir que el cristianismo es resurrección.
La resurrección está en la esencia y el corazón de nuestra fe. Y es, precisamente lo que más cuesta de creer. Recordamos aquellos sabios filósofos de Atenas, que escuchaban gustosos a San Pablo, hasta el momento en que le volvieron la espalda cuando éste les anunció la Resurrección de Jesús y la nuestra. No estamos tan lejos de aquellos sabios.
Si bien bastantes salmos reflejan el dolor y el sufrimiento, son muchos más los que expresan una intensa alegría y entusiasmo. Una alegría que siempre va unida a la alabanza a Dios, ya que todos los salmos son oración.
Pero, dando un paso más, nos preguntamos sobre el motivo último de este entusiasmo. Porque la vida misma nos depara de vez en cuando algunas satisfacciones. Podemos incluso hacer de esos momentos un motivo de oración. Sin embargo, orando con los salmos, hallamos un secreto, que sólo a la luz del Misterio Pascual queda descubierto y revelado a plena luz.
El Salmo 117 es uno de tantos salmos que nacen del amor a Dios, agradecido y entusiasta, porque se ha comprobado su obra a favor de los hombres.
“Dad gracias al Señor, porque él es bueno, porque su amor es eterno.
Que lo diga Israel: “El amor del Señor es eterno.”
El poder del Señor es extraordinario! ¡El poder del Señor alcanzó la victoria!”
¡No moriré, sino que he de vivir para contar lo que el Señor ha hecho!
La piedra que los constructores despreciaron se ha convertido en la piedra principal.
Esto lo ha hecho el Señor, y estamos maravillados.
Este es el día en que el Señor ha actuado:
¡estemos hoy contentos y felices!”
Miremos que la alegría que empapa esta oración no nace solo del hecho de que las cosas vayan bien al pueblo de Israel; ni siquiera procede de la mera verificación del poder de Dios a favor de los hombres. El secreto de esta alegría estriba en el hecho de que Dios ha sacado de la postración precisamente al que sufría, al humillado, al desechado. Más aún, en el hecho de que Dios ha reivindicado, ha devuelto la vida y la gloria, al desechado por los hombres, precisamente porque era justo, porque se había mantenido fiel hasta el final.
Sabemos que Cristo resucitó llevando consigo también a todas las víctimas de todo tipo de injusticia. Pero la fuente de la alegría más intensa y completa la tenemos en Pascua, cuando vemos que Dios en Cristo ha resucitado, ha hecho triunfar definitivamente la misma justicia. Es una victoria de Dios, en la que vence la humanidad misma.
Nuestra alegría ya es inmarcesible, porque el amor de Dios es eterno, es decir, no se agota, pase lo que pase, por más que la injusticia intente matar al justo.
Con el salmista nos situamos en el “hoy”, en el momento histórico que vivimos cada uno y toda la Iglesia: ocurra lo que ocurra, manteniéndonos fieles, es legítima nuestra alegría y nuestra felicidad.
† Agustí Cortés Soriano
Obispo de Sant Feliu de Llobregat